Placer de nausea ajena,
me he acostumbrado
a masticar tornillos,
a impostar una religión,
un delirio,
una fábula
con la que vengarme
de la fingida repugnancia
de un deseo que te da la vuelta.
Me he convertido en fanático
de desnudar la carne
para vestir santos
y protegerlos del hielo
de un vacío.
Con la maldita costumbre
de hacer malabares
con cristales rotos,
marcapasos,
granadas de mano.