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La chica que salió de la tarta


Cuando estás dentro de una tarta, la oscuridad no es completa porque siempre cuentas con un pequeño resquicio ahí donde se une el cuerpo de la tarta con la tapa que se levanta para salir.

Me llamo Tina Estrada. Bueno, no me llamo así pero ya nadie me conoce de otra forma. Y suelo decir que me encargo del entretenimiento para adultos y adúlteros. A mi amiga Marnie se le ocurrió ese chascarrillo y siempre me ha hecho mucha gracia, por eso lo uso cuando puedo. Marnie tampoco se llama así. Es por una película antigua y por eso se tiñe el pelo rubio y se lo recoge y viste trajes de chaqueta. Además de amiga, Marnie es mi jefa y la relaciones públicas de la empresa.

Antes me aferraba a ese resquicio de luz mientras me llevaban a la sala en donde tenía que salir. Es la única referencia que puedes llegar a reconocer porque todo lo demás te es extraño, los sonidos te llegan amplificados, la costura de nylon de la parte de arriba del bikini te produce rozadura, el traqueteo del carrito parece que va a hacer que no encuentres la posición que te permita dar la sorpresa y crees que vas a perder el equilibrio volcando la tarta. Pero eso sólo pasa al principio, sólo la primera decena de veces.

Imagino que mi cara la primera vez que salí de una tarta era más de desconcierto y sorpresa por mi parte que la del chico al que habían disfrazado de camarera del Oktoberfest. Que es una cosa que no entiendo. Que cada vez que un hombre se casa sus amigos se empeñan en travestir al homenajeado proyectando una imagen delirante y enfermiza sobre el sexo femenino. Desde entonces me he encontrado con hombres disfrazados de Jessica Rabbit, de pornochacha, de dominatrix y múltiples variaciones sobre el mismo tema. Que no digo que no haya otras veces en las que me encuentro a un grupo de borrachos celebrando el futuro matrimonio de un amigo vestidos de forma normal.

A todo se acostumbra una. Aprendes a distinguir los sonidos de las ruedas del carrito sobre las distintas superficies. A mantener el equilibrio sobre los tacones mientras estás en cuclillas. A esperar que la tarta se pare y deje de sonar la música para salir. A sentir la tensión de la anticipación fundiéndose sobre la tarta como una sustancia física tejida de afanes lujuriosos. Y al final ya no necesitas el resquicio de luz porque el salir de una tarta es un trabajo tan rutinario como el de cualquiera pero con un horario y un uniforme un poco más peculiar y una más trabajada sonrisa profesional.

Llega ese momento en el que no tienes que prestar casi atención, puedes pensar en tus cosas, desde la lista de la compra, al siguiente trabajo o qué estudiar cuando decidas tomártelo en serio y seguir una carrera fuera del mundo del entretenimiento para adultos. Se para el habitual traqueteo del camino y te dispones a salir; compones tu mejor sonrisa y te concentras en el momento, sin darte cuenta que no se oye el murmullo habitual, que las risas y el jolgorio etílico no está presente fuera de la tarta. Que tampoco suena música. Te concentras en tu momento y no te das cuenta de que esta vez no es como siempre.

Lo descubres al salir, impulsada hacia arriba, los brazos levantando la tapa y buscando el techo y el sonido se transforma en el disparo de un revolver. Un sonido que no reconoces porque no se parece en nada a esos que se escuchan en las películas. En ese momento pasas de ser Tina Estrada, técnica superior en entretenimiento para adultos y adúlteros, a ser Maria del Carmen Salmerón, testigo protegido por haber presenciado un asesinato cometido por el principal capo de la mafia.

Por cierto, si alguien puede hablar con Marnie, decidla que estoy bien.

El título de este cuento sale de una canción de los enormes «El niño gusano». Escúchala aquí.


                                                                  Sabe que le resulta necesario
                                                                  aprender a vivir en otra edad,
                                                                  en otro amor,
                                                                  en otro tiempo. 

                                                                  Tiempo de habitaciones separadas.
                                                                  Habitaciones separadas, L.G. Montero

…hemos llegado a un tiempo
de ciudades distintas
y camas individuales.

Tatuaje


Esta historia nace de una fotografía de Hiroh Kikai titulada «La niña que dijo «Claro que es real»» de la serie «Retratos de Asakusa».

Ella se levanta la falda lo justo para enseñar el lugar en el que su muslo se une con rotundidad a la cadera estrecha. Si afilas la mirada y eres un poco malpensado, tal vez puedes llegar a ver el inicio de su pubis oculto bajo el tejido de la braguita color visón que lleva. Una orgía de monstruos mitológicos luchan por espacio en su pulsante muslo, pugnando por llamar la atención.
-Claro que es real- dice mostrando el tatuaje, con el orgullo mudo con el que un soldado muestra heridas de guerra como si fueran galones. Pero su guerra nunca termina y los galones los pierde cada amanecer en lo que vuelve sola a su habitación en un tercer piso interior sobre la salida de humos de un restaurante chino. Sabe que no podrá seguir así eternamente, pero se adormece día tras día recordando los cuentos de hadas en los que siempre ganan los buenos.

La mano del hombre, trémula como un animal asustado, se acerca hacia la pierna de ella, tentando hasta dónde puede llegar. Mirándole, ella es capaz de ver una esposa, su novia del instituto, con la que lleva toda la vida y con las que se ha casado hace poco, esperando en casa mientras él le manda un mensaje en el que se excusa que la reunión de la tarde se ha alargado más de lo previsto y, al final, algún colega ha sugerido que tomen una copa. Siempre es la misma historia. A lo mejor este es de los que se confiesa con el cura y le cuenta sus pecados. En caso de extrema necesidad, seguramente encuentre a algún eclesiástico en alguno de los reservados del piso de arriba. Al final ella no es nada más que un pecado. Pero de esos de usar y tirar. Ya no necesita vivir de su propio desengaño, pero creer en algo mejor, en un final feliz no hace demasiado mal.
-Puedes tocar- le conmina, le reta. Al fin y al cabo es lo que ha venido a buscar hasta aquí.

Los gritos de algunas de las chicas les alarma a ambos, pero ella logra reaccionar. Una nueva redada. Una nueva noche en comisaría. Un nuevo borrón. Esta vez no. De forma instintiva le agarra del brazo y le obliga a incorporarse. Como un lazarillo le guía a través de los recovecos, aparta pesadas cortinas que parecen rojas pero que, con luz, son del color del polvo de años, llegan a una portezuela que da un callejón trasero. Cuando construyeron el lupanar, al que le dieron el airoso y petulante nombre de «Cabaret Red Velvet», se las apañaron para llenarlo de salidas disimuladas. Eran otros tiempos pero no tan diferentes de los que estaban viviendo, así que conocer las salidas siempre era una buena idea. Y ella había aprendido a huir de ratoneras. Su mano siente el frío lustroso de la manija y un tirón del brazo la retiene. Por un instante había olvidado que llevaba alguien detrás, que era ella la que jugaba al escondite en casa. Al darse la vuelta el brillo de un metal le duele más que una cuchillada. No sabe porqué las lágrimas brotan sin pedir permiso. Era la primera vez que le cogían con la guardia tan baja. Se jactaba de ser capaz de oler a un policía a distancia pero en esa ocasión se había dejado llevar y no había advertido ninguna de las señales habituales. Se culpa a sí misma. Las esposas no están tan frías como espera, como si las hubiera estado calentando para que ella sufriera menos el roce del metal. Las lágrimas una vez secas han dejado un rastro negro sobre sus mejillas, como caminos que recorrer para llegar a sus ojos, demasiado pintados para nadie de ninguna edad.
-Así que ahora mandan a los pipiolos como avanzadilla- dice ella con cierta amargura. Se da cuenta de que ha sido engañada como una novata por el hecho de que él no tiene las maneras de un policía porque acaba de aprender a serlo. Le mira mejor para darse cuenta de que no es más que otro chiquillo. Ella tampoco es otra cosa que una chiquilla pero en su reloj siempre son las nunca y cuarto. Sabe que por este chico no va a hacer falta que pierda su orgullo, aún es demasiado íntegro como para permitirle escapar esta vez, así que se resigna. Baja los ojos, se mira las puntas de los zapatos de tacón y se pregunta qué pasaría si golpeara los tacones, cerrara los ojos y se creyera aquello de «No hay nada como el hogar». Se deja hacer mientras la lleva a la entrada con el resto de chicas, algunas rabiosas, otras confusas, varias asustadas, todas en diferentes estadios de desnudez. Un alzacuellos se fuga por el rabillo del ojo. Con todas las luces, el «Red velvet» representa la edad que tiene. Las chicas que trabajan allí, también.

La falda es lo bastante corta como para que los seres mitológicos de su muslo puedan tomar el aire y disuadir a todo aquel que no sea lo bastante valiente como para acercársela. En la barra, alguna de las chicas ya ha encontrado cliente, uno de los camareros mira al frente, a una distancia que se mide en eones luz, el otro se afana en sacar brillo a las copas y los vasos, empeñado en dar una respetabilidad al cabaret, que hace tantos años que perdió todo el lustre.
-Entonces es real- le susurra una voz.
Se gira en escorzo para poder ver a su interlocutor y el brillo en la mirada de él le previene de dar la voz de alarma, de gritarle, de imprecarle, de salir corriendo. Si fuera una película de cine negro y ella una femme fatale, tal vez lograra marcar su terreno. Pero él tampoco es un Humphrey Bogart. Son dos chiquillos. Y esta vez la mano de él no tiembla al acariciar su muslo.

Con aroma a sardinas


sardinas

Mamá trabajaba en un merendero cerca de la playa. Conoció a mi padre cuando le sirvió un plato de sardinas asadas. Nunca se habían visto hasta entonces. Entre las dunas él disfruto de su olor de la leña donde asaban las sardinas. Ella del olor a colonia fina de señorito de ciudad con un recoveco de sudor fresco. Nunca se volvieron a ver desde entonces.

mp3: Patrick Wolf “Magpie”

Cómo apagar un conato de incendio


comoapagarunincendio

Siempre le ha gustado verla imitando a Audrey Hepburn con los leggins ajustados, el jersey de cuello alto, todo en un sobrio negro, mientras fuma, ausente, apoyada en la barandilla del balcón. A contraluz, parece dibujada a carboncillo. Siempre que no está la recuerda así, acodada y ausente, fumando uno de esos cigarros largos que solo compra ella. En su recuerdo a veces lleva el pelo suelto, las mas de las veces en una coleta alta, tan tensa que parece estirar sus facciones.

Ella se postrerna a su lado, con cierta cualidad felina, y huele a limón. Siempre le acompaña ese aroma con una nota cítrica, especialmente por las mañanas, sobre todo entre sus piernas. Acaricia la parte exterior de su muslo con ternura, él ni se solivianta, pero es capaz de rememorar exactamente la palidez de su mano, la longitud de los dedos y la curva que hace su muñeca al tentar cualquier parte de su cuerpo. Levemente, ella posa la cabeza en su hombro, el aroma a espliego de su champú se mezcla con ese toque ácido que siempre tiene, inunda sus fosas nasales. Él se da cuenta de que se está mordisqueando el labio inferior, con su lengua nota cierto escozor aliviado por la saliva y el ligero abultamiento de la inflamación producida por la succión de los besos con los que se han estado entreteniendo mientras haraganeaban entre el caos de sábanas y mantas.

Ella mueve la cabeza, tratando de alcanzar su boca, su campo de visión se opaca y se centra en lo que su madre llama el pico de viuda, el nacimiento del pelo. No puede ver nada más mientras nota el leve aleteo de los labios de ella sobre los suyos. Trata de apartarse a tiempo, pero el inequívoco estruendo de la televisión le indica que no ha sido lo suficiente ágil. Estrella el mando de la consola contra la mesa.
-¡Joder! ¡Que estaba a punto de pasarme el puto juego!

mp3: Ruidoblanco “Última versión de ti”

Egolatría deslustrada (o tengo un ego que no me cabe en esta bocaza que tengo)


Dedicado a Lady S. (and you know why)

bocazas

“Y yo…”

“Pues a mí…”

“Es que mi…”

“Yo…”

Debe ser lo bueno de ser un travelo que hace la calle: tienes tantas experiencias en tu vida que eres capaz de extrapolar cualquier historia, cualquier anécdota, cualquier relato a alguna relacionada con la vida lumpen que has vivido.

“Y yo…”

“Pues a mí…”

“Es que mi…”

“Yo…”

No hace falta que escuche lo que tiene que decir su interlocutor, en cuanto encuentra un hueco (o no, también sirve callarle interrumpiendo) lanza su preparada diatriba sobre cualquier tema que se prepare la noche antes.

“Y yo…”

“Pues a mí…”

“Es que mi…”

“Yo…”

La lumi con la que comparte esquina, la mira con perplejidad: acabar de llegar de Rusia y no entender castellano no es obstáculo para quedarse sorprendida ante un torrente de palabras acompañadas de una hiperbólica gesticulación con la que hacerse entender.

“Y yo…”

“Pues a mí…”

“Es que mi…”

“Yo…”

Una vez estuvo trabajando a las órdenes de un proxeneta, un rufián del tres al cuarto, al que llamaban “Media leche” porque salía escaldado cada vez que se metía en alguna rencilla por una esquina en la que colocar a sus protegidas.

“Y yo…”

“Pues a mí…”

“Es que mi…”

“Yo…”

La que mejor lo sobrellevaba, la que lo aguantaba sin decir ni mu, era una madre sorda con la que compartía la destartalada habitación de un quinto interior sin ascensor.

“Y yo…”

“Pues a mí…”

“Es que mi…”

“Yo…”

mp3: Michel Teló “Ai se eu te pego”

¿Qué hizo una chica como tú en un lugar como aquél?


-He vivido mucho y he visto muchas cosas- afirmó cortante y asertiva, el denso rojo de su carmín orlando el borde de la copa de vino, al fondo de la que aún se veía joven, descarada y atrevida, como la primera vez que plantó sus pies en el puerto de Ibiza, desembarcando de un barco donde un marinero polaco le había prometido lo que ella había interpretado que era amor eterno pero que , al día siguiente, se había demostrado que sólo era palabrería con la que convencerla para que se abriera de piernas, aunque ella bien sabía que no era necesaria demasiada persuasión, algo que hacía que a su madre le llevaran los demonios contra los que rezaba a las ocho en la iglesia del barrio y cada noche antes de dormir. –Siempre recordaré el día que Mick Jagger me dijo que tenía las tetas más bonitas de toda España.- A su lado su hijo, con el jersey más gris que había encontrado en su armario, ponía los ojos en blanco, sabedor de la historia que venía a continuación, una inconexa anécdota de cosa sobre el vientre de su propia madre, el cantante de los Rolling y la primera mujer de él y la noche en la que descubrió la diferencia entre el orgasmo clitoriano y el vaginal, la localización exacta de punto G y lo que era el squirtting. Según la historia de su madre, se habían conocido mientras ella vendía sus pulseras de cuero cerca de Cala Bass y ellos estaban pasando unos días de descanso. Sabía perfectamente que la historia era tan falsa como tantos de los coloristas sucesos con los que su madre aburría a todo aquel que tenía la mala suerte de contar su interés, en aquél caso el último chico que había logrado ligarse. Siempre trataba de evitar esos momentos como si de una enfermedad se tratara. Contaba como una amplia experiencia para saber que, más temprano que tarde, la desbordante imaginación de su progenitora terminaría por asustar al ligue de turno. Pero no había habido opción; su madre se había presentado en el bar en el que ambos disfrutaban de una cerveza con la que trataban de reconocerse en la esquina más sombría, se había acomodado entre ambos y había comenzado la retahíla de historietas y chascarrillos con los que adornaba una biografía ajena a los cánones más convencionales de un país bajo una dictadura. Había vivido de una forma ciertamente heterodoxa, sí, pero no era, ni de lejos, tan colorista como ella se empeñaba en pergeñar para el público que le prestara un mínimo de atención. Lo cierto era que ella se había criado en una ciudad al lado de un mar ceniciento y que, antes de los dieciséis, se había escapado con un chico varios años más listo que ella, que le prometía una vida y le vendía los sueños inalcanzables para una chica de aquél lugar. Sufrió la primera vez que le abandonaron, con una crueldad que le calaba en los huesos, en una estación de tren que se había perdido entre olivares y por la que ya no pasaba ningún ferrocarril. Hasta ahí, su madre solía ceñirse bastante a lo que fue su vida, si bien no faltaba cierta ornamentación: persecuciones por parte de la benemérita, repudios paternales y fogosas declaraciones a la luz de la luna, por aquello de dar cierto tono Corín Tellado a su impostada autohagiografía. Si se la hiciera caso, a ella había que considerarla instigadora del “Mayo del 68” en París y la ideóloga detrás de la “Primavera de Praga”; durante la “Revolución de los Claveles” estaba embarazada, así que atribuía ese mérito a uno de sus amantes. No dejaba de ser cierto que viviera en Ibiza a finales de los 60 pero había que poner en duda casi todas las batallas que se empeñaba en contar y que él achacaba al uso y abuso de sustancias psicotrópicas de dudosa procedencia. Se revolvió en su incómodo sitio, miró de reojo al pretendiente de turno que fingía un interés desmesurado en la nueva anécdota del viaje en el que conoció a Ravi Shankar. Él sabía de sobra que lo más cerca que ella había estado de algo hindú era la “Semana de la India” de cierta cadena de grandes almacenes, pero se resignó a callar y soportar el monocorde parloteo de su progenitora.

-Cuando me dijo que le gustaban los chicos- aquella parte de la historia que le involucraba era la que más incómodo le hacía sentir, pero ya se había acostumbrado a soportarla con resignación. Se culpaba a sí misma por no haberle prestado más atención cuando era un niño. Ella lo explicada de forma que pareciera la mártir de las madres solteras y trabajadoras, cuando la realidad era bastante distinta, dando una imagen de cierta casquivanía, dejando en la cama a un niño de cuatro años, solo en casa, mientras ella salía envuelta en un perfume tan denso como un abrigo de pieles a vivir una noche tras otra. Cuando cogía confianza con alguien, incluso contaba aquella parte más sórdida, pero pertinentemente endulzada, erigiéndose en la auténtica musa de la movida al rechazar el papel de Olvido Gara en en “Pepi, Luci y Bom y otras chicas del montón”, inspirando a Fabio MacNamara el “Voy a ser mamá” y a Pepe Risi el “Qué hace una chica como tú en un sitio como éste”. Siempre decía con cierto deje de desprecio, que aquella historia de la movida no era más que un invento de marketing sin base real, que sólo se juntaron un puñado de gente haciendo cosas que antes no se habían hecho por la represión de la dictadura. Cierto era que, en aquella época, rara era la noche que pasaba en casa, dejando en casa a un crío a merced de unos terrores infantiles que terminó por controlar mejor que sus esfínteres, pero la realidad era que sólo iba a clubs en los que poder encontrar a un hombre de una noche en el fondo de un vaso de gin-tonic. Él no era capaz de recordar el número hombres que había encontrado en multitud de mañanas en el salón de casa, o saliendo apresurados con la cabeza gacha y remetiéndose la camisa por los pantalones, o alguno haciéndose el simpático, con la estúpida convicción de que si se ganaba al hijo, se ganaría a la madre, manida maniobra más vieja que el mundo y que jamás ha dado el menor resultado, ni con su madre no con el resto de personas con las que se ha utilizado esa maniquea estratagema. Nunca había visto dos veces la misma cara. No había logrado retener un sólo nombre.

-Como te decía, cuando el niño salió del armario, ni me sorprendí.- En realidad, se había quedado apoyada en el quicio de la puerta del salón mientras él, con dieciséis años, se afanaba entre las piernas del hombre que, pocas horas antes, se había esforzado en sacar el cabecero de la cama de su madre por la pared de su cuarto. Cuando ambos se corrieron, ella acertó a carraspear, levantar una ceja e impostar su voz de fatal mujer de mundo diciendo “Ha heredado las dotes de su madre”, acompañado de esa sardónica forma de soltar el humo que dice mucho más de lo que calla. De aquello, él nada más que recordaba sus palabras enmarcadas en el denso pintalabios bermellón que dejaba un rastro en cada vaso sobre el que posaba su boca, como la copa que ahora reposaba entre dos cajetillas de tabaco. Se resignó. Como siempre. Como llevaba haciendo toda la vida, aburrido, esperando un momento de silencio en el parloteo desafortunado de una madre que construía una biografía a la altura de su imaginación, no de su vida. Se conformó con saber que, en algún momento, acabaría, concluiría su historia, que no terminaba con un “fueron felices y comieron perdices”. A esas alturas, era capaz de profetizar hasta la frase de despedida del chico que le acompañaba, el temido “ya te llamaré” que nunca se concretaba. El chico miró el reloj del móvil pensando, sin duda, que aquello se alargaba más allá de lo excesivo. Se resignó. Como siempre. Ni se inmutó cuando él se levantó de la silla ubicada en el rincón más estratégicamente oculto del bar.Yatellamaréyatellamaréyatellamaréyatellamaréyatellamaréyatellamaréyatellamaréyatellamaréyatellamaré era el mantra que martilleaba su cerebro. Pero, a veces, los lugares comunes son menos comunes de lo que logramos creer y se despidió de su madre con un cortés
-Encantado de conocerla, señora- que su madre se empeñó en corregir con un “señorita” y una sonrisa pícara que acompañó su mano extendida en un gesto que interpretó a la perfección, inclinándose para levemente rozar con los labios. Cuando su turno llegó, el roce fue considerablemente más lascivo y se acompañó de un inusitado “llámame cuando quieras”.

El silencio se sentó guardando las distancias entre madre e hijo.
-Pues parece majo,- afirmó ella.
-Sí que lo es,- respondió él lacónico. Levantó los ojos del vaso vacío y la espetó –Mamá, llevas mal puesta la peluca.

mp3: Burning “Qué hace una chica como tú en un sitio como éste”

La muerte en (un trasunto de) Venecia


 

lamuerte

La belleza de su rostro era la de una virgen rafaelista, distorsionada por el pelo corto y rizado que nimbaba de ámbar su testa y las patillas que enmarcaban sus altos pómulos no dejaban lugar a dudas de su género. Era tal su perfección que casi daba miedo acercarse a él, so pena de que desapareciese, se desvaneciera bajo el peso de una realidad que no está hecho para los seres perfectos. Cualquiera creería que se trataba de un Tadzio llegado a la edad adulta, por un breve instante me entendí en toda su magnitud un libro (y película) que nunca había logrado entender, que no me había llegado a calar salvo por aquel instante.  En ese momento de podría detener el vagón del tren, tener que evacuaron de forma perentoria y me hubiera quedado allí mientras él se quedara allí y yo pudiera contemplarle.

¿Se puede sufrir el síndrome de Stendhal contemplando un rostro?

¿Puede doler la certeza de saber que nunca más vas a volver a cruzarte con esa persona?

¿Puedes pasar del embelesamiento a sentir que alguien es deplorable en cuestión de instantes?

La respuesta es que sí, cuando los detalles te demuestran la nefasta colisión de dos mundos separados por un abismo. Primero fue ver una carpeta de una Universidad privadísima, exclusivísima, hipercarísima, de inconfundibles tendencias religioso-políticas. Después llegó un tono de móvil con una inconfundible melodía de cierto grupo andaluz tan afín a ciertos ideales que fueron la gran atracción de la boda de la hija de uno de los dirigentes de un partido gobernante de infausto recuerdo. Para seguir, el llamativo logotipo de una camisa perfectamente planchada (seguramente por una chacha de un país en vías de desarrollo sin contrato de trabajo). Pero lo peor de todo, aquello que deshizo el sueño y lo mancilló con el barro de una realidad que nunca es tan bonita como la imaginamos, fue un acento en su voz que arrastraba las eses, las alargaba y las dejaba colgando en el aire del vagón como una estalagmita de aliento.

Supongo que nuestros sueños no están construida a la alturas de la realidad.

mp3: The last hour “Death in Venice”

Ese hombre


 

esehombre 

Cerró la puerta tras él y aún no había logrado discernir si estaba satisfecho o decepcionado. Tantas pruebas después ya se había dado cuenta que sus pálpitos, sus intuiciones, las más de las veces, eran erróneas. Hacía un par de horas había llegado a aquél hotel tan céntrico, tan moderno, tan exclusivo, donde aquél que según todos los medios era el mejor director de cine español, estaba haciendo pruebas para extra con frase en su siguiente película, protagonizada por uno de sus primeros actores fetiche y la musa de su más reciente y aclamada filmografía. Por supuesto, se había presentado allí con la intención de dejarles anonadados con sus capacidades interpretativas y conseguir algo más que una línea. Al llegar, una chica ataviada con lo que parecía un kimono y pelo cortado a tazón, con aquellas gafas de pasta negra que la circunscribían en una tribu social muy definida, le tomó los datos, recogió su book y su curriculum, le entregó un número y le hizo pasar a una sala en la que se hacinaban decenas de aspirantes como él. A la mayoría de ellos ya los conocía de otras situaciones similares, algunos estaban en la misma agencia que él y, como siempre, la sensación que tenía era como el tener que esperar en la carnicería a que te llegara el turno. Sólo que en aquellos casos, el trozo de carne era él. Y aquella ocasión no fue distinta, aunque esperaba que lo fuera, que le permitiera conocer a aquél genio cuyas películas había visto miles de veces (en realidad un par de ellas, y no todas, sólo las más importantes, aunque no lo fuera a confesar ni aunque le fuera la vida en ello), que les deslumbrara con su interpretación.

Pero cuando le hicieron pasar a la sala en penumbra, sólo le presentaron a la asistenta de la ayudante del director de casting. Trató de no parecer decepcionado, pero no podía evitar el desasosiego de sentirse observado, casi como el insecto bajo la lupa del entomólogo. “Al fin y al cabo, para eso soy actor” lo que era su mantra en el día a día, la frase que se repetía una y otra vez y otra y mil veces, que le había hecho dejar aquella ciudad del sur en la que había crecido para encontrar su oportunidad en la gran urbe. Y las oportunidades, una tras otra, se habían ido presentando tan esquivas como la sensación de un sueño de esos tan vívidos que crees que vas a ser capaz de rememorarlos una vez entres en el mundo de la vigilia. Y las oportunidades, una tras otra, habían pasado de largo. Y pensó que aquella era otra de esas oportunidades esquivas y ladinas, hasta que apareció la ayudante del director de casting arreglándose la falda. Hasta que apareció el director de casting tratando de remeterse la camisa y la satisfacción por dentro de los pantalones. Leyó su línea, tal y como la había ensayando en cientos de ocasiones. Le pidieron que la dijera más despacio. Le pidieron que adoptara un tono más grave. Le pidieron que fuera más dramático. Le pidieron que tratara de parecer más alegre. Le pidieron que se quitara la camiseta. El momento carnicería llegó sin aviso previo. Estaba tan concentrado en las palabras que, al principio, no se dio cuenta de lo que le estaban pidiendo.
”¿No me has oído?” toques de exasperación y cansancio se traslucía en la voz del director de casting, como si, de repetir tantas veces la misma frase, la hubiera desgastado. Con cierta resignación se levantó el bajo de la camiseta, preguntándose si era necesario repetir la misma frase a pecho descubierto, sabiendo que aquello no cambiaría para nada la decisión. Se terminó de sacar la prenda, esperando instrucciones pero los rostros de sus jueces eran inescrutables. No esperaba una reacción desmesurada, pero sí algún gesto, bien de asentimiento, hasta de disgusto, no la expresión desapasionada desde cuya altura le observaban como un objeto inanimado.

Cuando cerró la puerta detrás de sí no sabía si estar desanimado o eufórico, no sabía qué esperar de aquello. No sabía si estaba satisfecho o decepcionado. El reloj decía que sólo le quedaba media hora para llegar a aquella cafetería en la que consumía seis de las horas de sus días, así que se apresuró a coger un metro que, como siempre, tardaba más de lo que él necesitaba. La jornada laboral se presentaba racheada, tan pronto la emoción le embargaba como en cuestión de minutos se dejaba acunar por los brazos del desánimo. Sentía el peso del móvil en el bolsillo del pantalón, bajo el delantal, como un animal muerto, esperando una llamada, esperando la señal que significara que su denuedo había dado los frutos esperados. Pero el teléfono no sonó aquella tarde. Ni el día siguiente. El móvil fue mutando hasta convertirse en un enemigo y el clavo ardiendo al que agarrarse ante la adversidad. Una pistola que no sabía por cuál de los dos lados dispararía en el momento en el que apretara el gatillo. Las horas en el trabajo se aderezaban con la sorda banda sonora de la desilusión, jalonadas por café cortados, bollos y manzanillas (1), de los rostros vacíos, anónimos al otro lado de la barra, de la eterna duda de si había hecho bien dejándolo todo y mudándose a aquella ciudad que le estaba devorando, que le estaba chupando la sangre, todo ello blindado tras la inmarceable sonrisa que se colgaba cada vez que se ponía el negro delantal que era su uniforme.

El teléfono sonó al cuarto día con un número oculto, cuando la esperanza había hecho las maletas y le había dejado con la sempiterna sensación de que no iba a ningún sitio, de que se encontraba anclado en la mediocridad y avocado a un fracaso que le obligaría a volver al lugar del que, más que marcharse, había huido.
-Llamo por lo del anuncio- dijo alguien al otro lado de la línea con un indefinible acento del sur del país. Era una voz que le resultaba más que conocida, familiar.
-Perdone, pero creo que se ha equivocado. No he puesto ningún anuncio- replicó mientras trataba de ubicar aquella voz.
La línea murió al otro lado. El silencio caló su cuerpo como la lluvia fría de enero. Sacudiéndose la desilusión que se le incrustaba en la piel como una enfermedad, pensaba en la voz de la llamada. Tan conocida. Tan cercana. Como si hubieran hablado miles de veces. Parapetado tras su delantal limpiaba mesas, atendía pedidos variopintos y soportaba las prisas de los clientes con la mejor sonrisa que era capaz de impostar. Pero la llamada volvía una y otra vez, como un mantra.

Desde la cocina alguien gritó que cerraran la puerta, que entraba frío. Tan solícito como siempre se dispuso a cerrarla, tropezando de frente con las grandes gafas y el pañuelo que cubrían media cara del aclamado director que había ganado premios en Hollywood y en todos los festivales más prestigiosos de Europa, una vez se avino a las convenciones del cine para todos los públicos y dejó de lado las paranoias trash de sus primeros años. La norma de la casa era dejar a todos los clientes tranquilos, especialmente aquellos que aparecían en los medios, aunque aquella vez no pudo evitar quebrarla cuando le llevaba un latte macchiato con leche de soja muy fría y sacarina y le espetó, tras reunir todo el coraje que encontró en su depauperado orgullo, que se había presentado para el casting de su próxima película. No obtuvo más respuesta que una mirada de desprecio y un “de esas cosas se ocupan los demás”, dejando bien a las claras que lo último que deseaba era ser reconocido y molestado. Nunca había entendido tan literalmente lo de ir con el rabo entre las patas porque era exactamente la sensación que le embargaba.

El móvil volvió a vibrar en el bolsillo del pantalón en el momento en el que menos podía atenderlo, cuando llevaba a dos mesas sus respectivos pedidos. Manteniendo una sangre fría de la que no sabía disponer atendió a los clientes, cruzando los dientes y apretando los dedos con la esperanza de que no llamaran desde un número oculto ni desde una centralita, lo que impediría devolver la llamada. Como pudo, volvió a su puesto al lado de la barra y echó un vistazo al móvil. Ver los nueve dígitos hizo que resoplara aliviado. Pulsó el botón verde y se llevó el teléfono a la oreja. Ignoró el repiqueteo de un tono de llamada enervante de una mesa cercana que sonó un par de veces, al mismo tiempo que al otro lado de la línea oía:
-Te he llamado por lo del anuncio del servicio completo por 150€
Enmudecido, miró a su alrededor. Había ubicado la voz y en la mesa cercana a la barra, el internacionalmente reconocido director decía:
-¿Te interesa?

mp3: Macy Gray “That man”

(1) Uno no puede evitar ciertas referencias a las canciones de adolescencia. Platero y tu “Tras la barra del bar”

Algún día (de lluvia) te escribiré (algo como) esto


 

Estas tres historias están relacionadas entre sí. Son una suerte de trilogía accidental.
[
Parte 1] [Parte 2]

 

blog28112010

Ella mira por la ventana torturada de forma inclemente por la lluvia de un otoño interminable. La amargada luz de noviembre apenas llega a iluminar las esquinas de la estancia. En momentos así, Teresa recuerda las veces que incendió ciudades del extrarradio, los amantes anónimos, los amantes sin rostro, los días en los que sólo importaba el momento. Y siempre rememora aquellos días con el par de chicos de un barrio de más allá de las vías del tren, en un coche prestado o robado, daba igual, buscando el mar. Cree recordar que en esos días fue algo parecido a feliz, con el sol deslumbrándole y un incierto calor en medio del pecho. Las más de las veces se pregunta qué fue de ellos, de aquellos chicos ingrávidos y celestes que necesitaban un empujón para saber que estaban hechos el uno para el otro. Para ella siempre serán unos críos que empezaban a aprender a vivir.

No sabe por qué, pero siente que tiene que volver a saber de ellos, pero no tiene ni idea por dónde empezar. Se los imagina viviendo juntos, siempre el uno con el otro, creciendo y aprendiendo juntos. No concibe que los caminos de ambos se hayan separado como una vez ella tuvo que buscar su propia vida.

Busca un papel y un bolígrafo y empieza de nuevo la carta que tantas veces ha empezado y que nunca ha terminado porque no sabe a dónde enviarla.

mp3: Christina y los Subterráneos “Días grandes de Teresa”