Archivo de la categoría: historia

El libro


 

verlaine Se ve que el libro está muy manoseado, que ha sido leído y releído varias veces, incluso con anotaciones a lápiz. Uno de esos volúmenes de poesía con las tapas negras, aunque éste tiene las esquinas dobladas y las páginas hace tiempo que han dejado de ser un uno compacto, cada una abarquillada por el manoseo y el paso del tiempo. Seguro que hace tiempo que ha olvidado que olía a cola y celulosa, a nuevo, ahora debe tener cierto aroma a baraja de cartas manoseada*.

Él ha debido cumplir la mayoría de edad recientemente, abre el libro buscando el verso preciso, lo relee, lo dice en voz baja como una suerte de conjuro contra la soledad. Rebusca entre las páginas otra frase que le duela. O que le recuerde a alguien. O que le explique por qué vuelve solo a casa. Pese a ser joven. Y ser guapo. Y lo bastante inteligente como para emocionarse con Verlaine y saberse sus poemas de memoria. La noche ha sido lo bastante larga como para contener humo, alcohol, risas y peleas. Para flirtear. Incluso para hablar con ése chico del flequillo raro que le hace tilín y que sólo es capaz de charlar de una saga de novelas para adolescentes mientras grita cada vez que reconoce una canción. Pero no ha habido ni una sola conversación. Ha hablado, sí, pero no le han escuchado, sólo le han oído.

Yo me bajo del vagón, ya he llegado a mi parada, pensando que, a su edad, yo también creía en los simbolistas franceses.

* Gracias Bea por esa imagen

mp3: Serge Gainsbourg «Les amours perdues»

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Génesis (ejercicio irónico)


 

Era el bicho raro de la clase, con sus enormes gafas de pasta y aquellos zapatos ortopédicos que transformaban en terremoto su paso hacia el fondo del aula. De aquella época son los dibujos que pueblan los márgenes de sus libros de texto. Jugar al fútbol en los recreos no era lo suyo, ni al balón prisionero, ni a la goma, tampoco a la comba, mucho menos al baloncesto. Su lugar era un rincón del patio, levantando trozo de pared con aquellas uñas que depredaba con meticulosa obsesión. Desde detrás de sus gafas, en su esquina, el mundo era un lugar mas o menos seguro, al menos era capaz de controlarlo, de dominar las amenazas que tanto asustaban.

En secundaria las cosas no mejoraron pero, en compensación, no era la única persona con carencias sociales. Fue cuestión de tiempo que se asociara a otros inadaptados con los que compartir los tiempos muertos, los recreos, los descansos del cambio de clase.

Su metamorfosis, tardía e inesperada, una adolescencia tormentosa y atormentada, tuvo lugar, sin anuncio previo, durante el verano anterior a la universidad. Cambios que no sabia controlar, aderezados por hormonas incontroladas e incontrolables. Sin darse cuenta se descubrió acaparando miradas donde antes recogía indiferencia, cuando no abierta hostilidad. De pronto ya no era aquel paria asocial del rincón. Las gafas le daban un aire intelectual que favorecía el aura de hermética timidez tras la que se defendía de los posibles ataques que habían hecho tanto perjuicio a su autoestima.

Entró en la universidad siendo otra persona, con un personaje nuevo que se encargó de enterrar su antiguo yo. Y cuando salía aquella personalidad que había dejado atrás como la serpiente abandona su piel, se encargaba sistemáticamente de ocultarla de los demás, con la sistemática obsesión con la que antes depredaba sus uñas: había conseguido alcanzar un status, la posición de alguien cool. Y no iba a dejar que nadie se lo arrebatara.

Para ello cultivo un aura de hermetismo trascendental, dejándose ver con libros de Bukowski y de Burroughs, haciendo que escuchaba a grandes malditos del rock y a grupos minoritarios que nadie conocía y que, si en algún momento trascendían a un público más amplio, los tachaba de vendidos a las multinacionales. Se hizo adicto a las sesiones golfas de las salas de cine en versión original. Mejor una película rusa que un blockbuster americano. La oscuridad del cine, siempre fue el mejor lugar para sus siestas. Y un día, empezó a trabajar como columnista en uno de los grandes periódicos del país.

mp3: The Offspring «Self Esteem»

El hombre que descubrió el agua


Éste relato forma parte de un ejercicio del foro de

Taller Literario en el que se proponía escribir una historia de entre 1000 y 1500 palabras con el agua como elemento central. Al final, en mi historia, el agua es un elemento tangencial, pero para cuando me quise dar cuenta, la historia ya tenía forma.

El hombre que descubrió el agua, agitó los hielos que naufragaban en su whisky, provocando seísmos a escala en aquellos icebergs, se encogió de hombros para justificarse:

-El agua ya estaba allí, yo sólo descubrí el océano.

Siempre se escudaba en su presencia taciturna para esquivar las preguntas impertinentes y los peregrinos intentos de hacerle saltar a la fama como descubridor de uno de los elementos básico para nuestra existencia. Si alguien le preguntaba qué océano había descubierto, un gesto ambiguo con la mano que lo mismo podría decir que te callaras la boca que significar algo a una distancia inimaginable, más allá de la comprensión de una persona que, como yo, sólo había recorrido las cuatro esquinas de su ciudad.

Perenne parroquiano del bar en el que me gano el sustento, su presencia silenciosa e indolente, lo convertía en otro elemento de decoración de aquél tugurio, cualquiera podría decir que siempre estaba allí, a cualquier hora, cualquier día, con su abrigo raído y su desastrosa barba de una desvaída blancura salvo en el contorno de la boca, donde la nicotina la había teñido de un tono pardusco.

En días como éste, suele acodarse en la barra y con su lacónico gesto se le sirve su vaso de escocés con tres piedras de hielo en vaso ancho, él rezongando «En buena hora he descubierto el agua, me he empapado», sin decir nada más el resto del tiempo en el que se transforma en parte del mobiliario, con la excepción del día que cualquiera de los habituales del bar puede recordar, cuando pidió una segunda copa y nos contó que toda aquella historia de que él había descubierto el agua no era más que una patraña, un bulo que los años habían elevado a categoría de mito y del mito había llegado a considerarse realidad. Y agregó que estaba tan cansado que lo había dejado todo para tomarse unas vacaciones que durarían hasta que lo considerase oportuno. Ese día fue el único ataque de locuacidad que tuvo en todo el tiempo que le he conocido. Bueno, conocerle es una palabra que viene grande al hecho de compartir el mismo espacio en el mismo momento. Desde aquél día, marcado en los pequeños históricos vividos en ésta tasca, no ha vuelto a decir una palabra.

Sin embargo, la rutina diaria de hoy se ha visto ligeramente trastocada por su llegada antes de la hora habitual. No ha sido gran cosa, cinco minutos a lo sumo, pero el ansia con la que ha agarrado su vaso ha sido más locuaz que un gran discurso. Yo escucho. Yo veo. Pero no digo nada, nunca digo nada, en eso me parezco al hombre que descubrió el agua, aunque en mi caso son motivos profesionales los que retienen mi lengua y me convierten en confesor casual de aquellos que se acercan a la barra: así he escuchado historias de infidelidades, insatisfechas venganzas o turbios recuerdos de otras vida. Ella ha llegado poco después que él, provocando una queda conmoción entre la gente que ya estaba en el bar porque no es normal

que una mujer como ella se deje caer por un antro como éste. De pies a cabeza se le podía confundir con una de esas mujeres fatales que aparecen en las películas de gansters de madrugada, esas que traen la desgracia a todo aquél que se cruza en su caminar felino. Se ha

sentado en la banqueta contigua al hombre que descubrió el agua el agua. Ginger ale con mucho hielo. Y una guinda. La tensión entre ellos es tan palpable como un muro que les impidiera dirigirse la palabra, entablar la conversación en ciernes, verbalizar lo que reconcome a cada uno como una condena.

El tácito silencio lo rompe su voz de aguardiente:

-No piensas decir nada ¿verdad?

El hombre que descubrió el agua no se digna en mirarla, concentrado en su vaso de whisky como si su vida dependiera de ello, un salvavidas en tierra firme frente a la próxima marejada.

-Después de todo lo que he pasado por encontrarte podrías, al menos, dignarte en responderme. Sólo te estoy pidiendo una explicación.

Su arenga choca contra el infranqueable silencio de aquél que se refugia en el mutismo como forma de defensa. Ella mira a su alrededor, el furtivo mohín de asco que se dibuja en su cara no me pasa desapercibido.

-Además, de todos los lugares, de todos los momentos, de los miles de planos y mundos que podías haber escogido, tenías que haber venido a éste.

Sus hombros se encogen pero su expresión no cambia, impávido ante las palabras de la mujer, cada vez más exaltada pero siempre manteniendo las formas y un tono de voz que sobre el resto de los presentes está haciendo que pensemos en situaciones lascivas vividas, imaginadas o deseadas. Mi transpiración hace que la camisa se me pegue a la parte baja de la espalda, las manos me tiemblan de una forma casi imperceptible, pero suficiente como para que me cueste secar los vasos. Todos estamos pendientes de sus palabras, de que su voz nos siga llevando a los lugares que deseamos.

-Nadie es capaz de dejar sus responsabilidades como tu has hecho. Me parece comprensible que estés cansado. Puedo entender que desearas poner un tiempo y una distancia entre lo que has hecho, lo que haces y lo que tienes que hacer, pero eso no es una excusa. No puedes llegar un día y decir: lo dejo. Y desaparecer sin dar explicaciones. Ni a mí ni a nadie. Y no saber cuándo y dónde pretendes volver. Las cosas no funcionan así. Y no me digas que tu pusiste las normas, que te las inventaste y que por eso las puedes romper y hacer con ellas lo que se te antoje. Porque sabes que no es así, sabes que no depende de ti, que hay entidades que te esperan, que tienes responsabilidades en éste y en otros planos y lugares como éste.

La mirada de él, por primera vez desde el comienzo de su diatriba, se aparta del vaso para posarse en ella, de una forma tan silenciosa y significativa que ella tiene que admitir:

-Vale, no tienes ya ninguna responsabilidad sobre éste plano

en éste momento, pero eso no quita para que en otros sitios te necesiten. Tienes que poner orden. Su reproche cala en los testigos de la escena, haciéndonos rememorar momentos en los que pudimos cambiar los rumbos de nuestra vida y dejamos que pasaran: yo recuerdo cierto barco en una mañana de enero, aquél parece barruntar las palabras que tenía que haber dicho en alguna otra ocasión, ese de allá no puede evitar llorar mientras mira sus manos.

-Ya somos demasiado mayores para andarnos con éstas tonterías. Tienes responsabilidades. Tienes que asumirlas. Y no vale con decir que renuncias a ellas. Sabes que no puedes. Sabes que no funciona así. No sé ni por qué te tengo que decir ésto. Nos regimos

por normas, por normas que nosotros no imponemos pero que tenemos que respetar. Y tu el primero.

Ella parece vencida, baja la cabeza. Su cabello cae como un telón sobre su rostro poniendo un punto y final a sus palabras. La voz de él nos sacude, parece que sale de un lugar polvoriento y lejano.

-Tomé una decisión: no me siento orgulloso de ella, ni pretendo justificarme. Pero tampoco me quiero echar atrás. Hace un tiempo hice cosas de las que me puedo arrepentir pero que no se pueden deshacer. Vivir con ellas es más de lo que cualquiera puede soportar.

-¿Como descubrir el agua?- me atrevo a preguntar, inundado por un impulso que no sé de donde sale pero que me impele a romper mi silencio de convidado de piedra tras la barra.

-Basta ya de esa historia, el agua estaba allí: yo sólo la separé de la tierra- se vuelve hacia la mujer a su lado -¿Crees que puedo estar orgulloso de ésto?

-No quiero escuchar más lamentos- restalla con un tono que parece el de un látigo -¿Vas a estar todo el tiempo regodeándote en tu autocompasión?- Antes de que él sea capaz de responder, sisea -Nunca has sido capaz de terminar nada de lo que empiezas.

Como si su palabra hubiera golpeado su rostro, herido en su orgullo, se incorpora, la toma del brazo y la levanta de la banqueta. -No eres quién para juzgarme- sentencia arrastrándola fuera

del local.

El silencio se instala entre los que quedamos, incapaces de comprender qué es lo que ha pasado. Sus vasos, el único vestigio de su paso. Sé que mañana su banqueta estará vacía. Pero también sé que el hombre que descubrió el agua no estará demasiado lejos de éste sitio. Y de ninguno.

mp3: Bloc Party «So here we are»