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La chica que salió de la tarta


Cuando estás dentro de una tarta, la oscuridad no es completa porque siempre cuentas con un pequeño resquicio ahí donde se une el cuerpo de la tarta con la tapa que se levanta para salir.

Me llamo Tina Estrada. Bueno, no me llamo así pero ya nadie me conoce de otra forma. Y suelo decir que me encargo del entretenimiento para adultos y adúlteros. A mi amiga Marnie se le ocurrió ese chascarrillo y siempre me ha hecho mucha gracia, por eso lo uso cuando puedo. Marnie tampoco se llama así. Es por una película antigua y por eso se tiñe el pelo rubio y se lo recoge y viste trajes de chaqueta. Además de amiga, Marnie es mi jefa y la relaciones públicas de la empresa.

Antes me aferraba a ese resquicio de luz mientras me llevaban a la sala en donde tenía que salir. Es la única referencia que puedes llegar a reconocer porque todo lo demás te es extraño, los sonidos te llegan amplificados, la costura de nylon de la parte de arriba del bikini te produce rozadura, el traqueteo del carrito parece que va a hacer que no encuentres la posición que te permita dar la sorpresa y crees que vas a perder el equilibrio volcando la tarta. Pero eso sólo pasa al principio, sólo la primera decena de veces.

Imagino que mi cara la primera vez que salí de una tarta era más de desconcierto y sorpresa por mi parte que la del chico al que habían disfrazado de camarera del Oktoberfest. Que es una cosa que no entiendo. Que cada vez que un hombre se casa sus amigos se empeñan en travestir al homenajeado proyectando una imagen delirante y enfermiza sobre el sexo femenino. Desde entonces me he encontrado con hombres disfrazados de Jessica Rabbit, de pornochacha, de dominatrix y múltiples variaciones sobre el mismo tema. Que no digo que no haya otras veces en las que me encuentro a un grupo de borrachos celebrando el futuro matrimonio de un amigo vestidos de forma normal.

A todo se acostumbra una. Aprendes a distinguir los sonidos de las ruedas del carrito sobre las distintas superficies. A mantener el equilibrio sobre los tacones mientras estás en cuclillas. A esperar que la tarta se pare y deje de sonar la música para salir. A sentir la tensión de la anticipación fundiéndose sobre la tarta como una sustancia física tejida de afanes lujuriosos. Y al final ya no necesitas el resquicio de luz porque el salir de una tarta es un trabajo tan rutinario como el de cualquiera pero con un horario y un uniforme un poco más peculiar y una más trabajada sonrisa profesional.

Llega ese momento en el que no tienes que prestar casi atención, puedes pensar en tus cosas, desde la lista de la compra, al siguiente trabajo o qué estudiar cuando decidas tomártelo en serio y seguir una carrera fuera del mundo del entretenimiento para adultos. Se para el habitual traqueteo del camino y te dispones a salir; compones tu mejor sonrisa y te concentras en el momento, sin darte cuenta que no se oye el murmullo habitual, que las risas y el jolgorio etílico no está presente fuera de la tarta. Que tampoco suena música. Te concentras en tu momento y no te das cuenta de que esta vez no es como siempre.

Lo descubres al salir, impulsada hacia arriba, los brazos levantando la tapa y buscando el techo y el sonido se transforma en el disparo de un revolver. Un sonido que no reconoces porque no se parece en nada a esos que se escuchan en las películas. En ese momento pasas de ser Tina Estrada, técnica superior en entretenimiento para adultos y adúlteros, a ser Maria del Carmen Salmerón, testigo protegido por haber presenciado un asesinato cometido por el principal capo de la mafia.

Por cierto, si alguien puede hablar con Marnie, decidla que estoy bien.

El título de este cuento sale de una canción de los enormes «El niño gusano». Escúchala aquí.

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Tatuaje


Esta historia nace de una fotografía de Hiroh Kikai titulada «La niña que dijo «Claro que es real»» de la serie «Retratos de Asakusa».

Ella se levanta la falda lo justo para enseñar el lugar en el que su muslo se une con rotundidad a la cadera estrecha. Si afilas la mirada y eres un poco malpensado, tal vez puedes llegar a ver el inicio de su pubis oculto bajo el tejido de la braguita color visón que lleva. Una orgía de monstruos mitológicos luchan por espacio en su pulsante muslo, pugnando por llamar la atención.
-Claro que es real- dice mostrando el tatuaje, con el orgullo mudo con el que un soldado muestra heridas de guerra como si fueran galones. Pero su guerra nunca termina y los galones los pierde cada amanecer en lo que vuelve sola a su habitación en un tercer piso interior sobre la salida de humos de un restaurante chino. Sabe que no podrá seguir así eternamente, pero se adormece día tras día recordando los cuentos de hadas en los que siempre ganan los buenos.

La mano del hombre, trémula como un animal asustado, se acerca hacia la pierna de ella, tentando hasta dónde puede llegar. Mirándole, ella es capaz de ver una esposa, su novia del instituto, con la que lleva toda la vida y con las que se ha casado hace poco, esperando en casa mientras él le manda un mensaje en el que se excusa que la reunión de la tarde se ha alargado más de lo previsto y, al final, algún colega ha sugerido que tomen una copa. Siempre es la misma historia. A lo mejor este es de los que se confiesa con el cura y le cuenta sus pecados. En caso de extrema necesidad, seguramente encuentre a algún eclesiástico en alguno de los reservados del piso de arriba. Al final ella no es nada más que un pecado. Pero de esos de usar y tirar. Ya no necesita vivir de su propio desengaño, pero creer en algo mejor, en un final feliz no hace demasiado mal.
-Puedes tocar- le conmina, le reta. Al fin y al cabo es lo que ha venido a buscar hasta aquí.

Los gritos de algunas de las chicas les alarma a ambos, pero ella logra reaccionar. Una nueva redada. Una nueva noche en comisaría. Un nuevo borrón. Esta vez no. De forma instintiva le agarra del brazo y le obliga a incorporarse. Como un lazarillo le guía a través de los recovecos, aparta pesadas cortinas que parecen rojas pero que, con luz, son del color del polvo de años, llegan a una portezuela que da un callejón trasero. Cuando construyeron el lupanar, al que le dieron el airoso y petulante nombre de «Cabaret Red Velvet», se las apañaron para llenarlo de salidas disimuladas. Eran otros tiempos pero no tan diferentes de los que estaban viviendo, así que conocer las salidas siempre era una buena idea. Y ella había aprendido a huir de ratoneras. Su mano siente el frío lustroso de la manija y un tirón del brazo la retiene. Por un instante había olvidado que llevaba alguien detrás, que era ella la que jugaba al escondite en casa. Al darse la vuelta el brillo de un metal le duele más que una cuchillada. No sabe porqué las lágrimas brotan sin pedir permiso. Era la primera vez que le cogían con la guardia tan baja. Se jactaba de ser capaz de oler a un policía a distancia pero en esa ocasión se había dejado llevar y no había advertido ninguna de las señales habituales. Se culpa a sí misma. Las esposas no están tan frías como espera, como si las hubiera estado calentando para que ella sufriera menos el roce del metal. Las lágrimas una vez secas han dejado un rastro negro sobre sus mejillas, como caminos que recorrer para llegar a sus ojos, demasiado pintados para nadie de ninguna edad.
-Así que ahora mandan a los pipiolos como avanzadilla- dice ella con cierta amargura. Se da cuenta de que ha sido engañada como una novata por el hecho de que él no tiene las maneras de un policía porque acaba de aprender a serlo. Le mira mejor para darse cuenta de que no es más que otro chiquillo. Ella tampoco es otra cosa que una chiquilla pero en su reloj siempre son las nunca y cuarto. Sabe que por este chico no va a hacer falta que pierda su orgullo, aún es demasiado íntegro como para permitirle escapar esta vez, así que se resigna. Baja los ojos, se mira las puntas de los zapatos de tacón y se pregunta qué pasaría si golpeara los tacones, cerrara los ojos y se creyera aquello de «No hay nada como el hogar». Se deja hacer mientras la lleva a la entrada con el resto de chicas, algunas rabiosas, otras confusas, varias asustadas, todas en diferentes estadios de desnudez. Un alzacuellos se fuga por el rabillo del ojo. Con todas las luces, el «Red velvet» representa la edad que tiene. Las chicas que trabajan allí, también.

La falda es lo bastante corta como para que los seres mitológicos de su muslo puedan tomar el aire y disuadir a todo aquel que no sea lo bastante valiente como para acercársela. En la barra, alguna de las chicas ya ha encontrado cliente, uno de los camareros mira al frente, a una distancia que se mide en eones luz, el otro se afana en sacar brillo a las copas y los vasos, empeñado en dar una respetabilidad al cabaret, que hace tantos años que perdió todo el lustre.
-Entonces es real- le susurra una voz.
Se gira en escorzo para poder ver a su interlocutor y el brillo en la mirada de él le previene de dar la voz de alarma, de gritarle, de imprecarle, de salir corriendo. Si fuera una película de cine negro y ella una femme fatale, tal vez lograra marcar su terreno. Pero él tampoco es un Humphrey Bogart. Son dos chiquillos. Y esta vez la mano de él no tiembla al acariciar su muslo.