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Tatuaje


Esta historia nace de una fotografía de Hiroh Kikai titulada «La niña que dijo «Claro que es real»» de la serie «Retratos de Asakusa».

Ella se levanta la falda lo justo para enseñar el lugar en el que su muslo se une con rotundidad a la cadera estrecha. Si afilas la mirada y eres un poco malpensado, tal vez puedes llegar a ver el inicio de su pubis oculto bajo el tejido de la braguita color visón que lleva. Una orgía de monstruos mitológicos luchan por espacio en su pulsante muslo, pugnando por llamar la atención.
-Claro que es real- dice mostrando el tatuaje, con el orgullo mudo con el que un soldado muestra heridas de guerra como si fueran galones. Pero su guerra nunca termina y los galones los pierde cada amanecer en lo que vuelve sola a su habitación en un tercer piso interior sobre la salida de humos de un restaurante chino. Sabe que no podrá seguir así eternamente, pero se adormece día tras día recordando los cuentos de hadas en los que siempre ganan los buenos.

La mano del hombre, trémula como un animal asustado, se acerca hacia la pierna de ella, tentando hasta dónde puede llegar. Mirándole, ella es capaz de ver una esposa, su novia del instituto, con la que lleva toda la vida y con las que se ha casado hace poco, esperando en casa mientras él le manda un mensaje en el que se excusa que la reunión de la tarde se ha alargado más de lo previsto y, al final, algún colega ha sugerido que tomen una copa. Siempre es la misma historia. A lo mejor este es de los que se confiesa con el cura y le cuenta sus pecados. En caso de extrema necesidad, seguramente encuentre a algún eclesiástico en alguno de los reservados del piso de arriba. Al final ella no es nada más que un pecado. Pero de esos de usar y tirar. Ya no necesita vivir de su propio desengaño, pero creer en algo mejor, en un final feliz no hace demasiado mal.
-Puedes tocar- le conmina, le reta. Al fin y al cabo es lo que ha venido a buscar hasta aquí.

Los gritos de algunas de las chicas les alarma a ambos, pero ella logra reaccionar. Una nueva redada. Una nueva noche en comisaría. Un nuevo borrón. Esta vez no. De forma instintiva le agarra del brazo y le obliga a incorporarse. Como un lazarillo le guía a través de los recovecos, aparta pesadas cortinas que parecen rojas pero que, con luz, son del color del polvo de años, llegan a una portezuela que da un callejón trasero. Cuando construyeron el lupanar, al que le dieron el airoso y petulante nombre de «Cabaret Red Velvet», se las apañaron para llenarlo de salidas disimuladas. Eran otros tiempos pero no tan diferentes de los que estaban viviendo, así que conocer las salidas siempre era una buena idea. Y ella había aprendido a huir de ratoneras. Su mano siente el frío lustroso de la manija y un tirón del brazo la retiene. Por un instante había olvidado que llevaba alguien detrás, que era ella la que jugaba al escondite en casa. Al darse la vuelta el brillo de un metal le duele más que una cuchillada. No sabe porqué las lágrimas brotan sin pedir permiso. Era la primera vez que le cogían con la guardia tan baja. Se jactaba de ser capaz de oler a un policía a distancia pero en esa ocasión se había dejado llevar y no había advertido ninguna de las señales habituales. Se culpa a sí misma. Las esposas no están tan frías como espera, como si las hubiera estado calentando para que ella sufriera menos el roce del metal. Las lágrimas una vez secas han dejado un rastro negro sobre sus mejillas, como caminos que recorrer para llegar a sus ojos, demasiado pintados para nadie de ninguna edad.
-Así que ahora mandan a los pipiolos como avanzadilla- dice ella con cierta amargura. Se da cuenta de que ha sido engañada como una novata por el hecho de que él no tiene las maneras de un policía porque acaba de aprender a serlo. Le mira mejor para darse cuenta de que no es más que otro chiquillo. Ella tampoco es otra cosa que una chiquilla pero en su reloj siempre son las nunca y cuarto. Sabe que por este chico no va a hacer falta que pierda su orgullo, aún es demasiado íntegro como para permitirle escapar esta vez, así que se resigna. Baja los ojos, se mira las puntas de los zapatos de tacón y se pregunta qué pasaría si golpeara los tacones, cerrara los ojos y se creyera aquello de «No hay nada como el hogar». Se deja hacer mientras la lleva a la entrada con el resto de chicas, algunas rabiosas, otras confusas, varias asustadas, todas en diferentes estadios de desnudez. Un alzacuellos se fuga por el rabillo del ojo. Con todas las luces, el «Red velvet» representa la edad que tiene. Las chicas que trabajan allí, también.

La falda es lo bastante corta como para que los seres mitológicos de su muslo puedan tomar el aire y disuadir a todo aquel que no sea lo bastante valiente como para acercársela. En la barra, alguna de las chicas ya ha encontrado cliente, uno de los camareros mira al frente, a una distancia que se mide en eones luz, el otro se afana en sacar brillo a las copas y los vasos, empeñado en dar una respetabilidad al cabaret, que hace tantos años que perdió todo el lustre.
-Entonces es real- le susurra una voz.
Se gira en escorzo para poder ver a su interlocutor y el brillo en la mirada de él le previene de dar la voz de alarma, de gritarle, de imprecarle, de salir corriendo. Si fuera una película de cine negro y ella una femme fatale, tal vez lograra marcar su terreno. Pero él tampoco es un Humphrey Bogart. Son dos chiquillos. Y esta vez la mano de él no tiembla al acariciar su muslo.

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