«El mito de la persecución»: los primeros cristianos no fueron perseguidos


Una historiadora especializada en la iglesia primitiva asegura que los romanos no tuvieron como objetivo, cazaron o masacraron a los seguidores de Jesús.

Un artículo original de Laura Miller

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De forma inmediata tras la tragedia de la masacre de la Escuela de Secundaria de Columbine, nació un mito moderno. Se extendió la historia que uno de los dos asesinos preguntó a una de las víctimas, Cassie Bernall, si creía en dios. Aparentemente, Bernall respondió con un “sí” antes de que la dispararan. La madre de ella escribió una biografía titulada “Ella dijo sí: el improbable martirio de Cassie Bernall”, un tributo a la valiente fe cristiana de su hija. Entonces, mientras se publicaba el libro, otra estudiante que se escondía junto a Bernall contó al periodista Dave Cullen que aquella conversación nunca había tenido lugar.

Pese a que el nuevo libro de Candida Moss, “El mito de la persecución: Cómo los primeros cristianos inventaron la historia del martirio”, se centra en los tres siglos posteriores a la muerte de Jesús, plantea el tema citando este paralelismo de la actualidad. Moss afirma que, si nos se va a considerar a Bernall como una “mártir», sus últimas palabras son fundamentales. Pese a ello, pueden interferir tergiversaciones e incurrir en falsedades al respecto. Incluso en un momento tan mediatizado y conectado como el que vivimos en la actualidad, el público puede recibir una historia distinta a la real, incluso pese a la presencia entre nosotros de testigos presenciales. Siendo esto así, qué no será con los mártires originales de la cristiandad, con una historia de tercera mano, fuertemente revisada, ceñida a determinados intereses y anacrónica.

Moss, profesora en la Universidad de Notre Dame de Nuevo Testamento y primitiva cristiandad, reta algunas de las más veneradas leyendas de las religión al cuestionar lo que denomina “la narrativa catequista de una iglesia de mártires, de cristianos ocultos por temor en catacumbas, reuniéndose en secreto para evitar ser arrestados y echados a los leones sin ninguna clase de piedad por sus creencia religiosas”. Ella mantiene que nada de eso es cierto. En los 300 años que transcurren entre la (supuesta) muerte de Jesús y la conversión del Emperador Constantino, puede que hubiera en total unos 10 o 12 años dispersos durante los cuales los cristianos fueron singularizados en aras de su supresión por parte de las autoridades imperiales de Roma. Incluso en esas ocasiones, la fuerza de aquellas iniciativas fueron laxas, inexistentes en algunas regiones, aunque duras en otras. Según Moss, “los cristianos nunca fueron víctimas de una persecución sostenida en el tiempo.”

La mayor parte de la sección central de “El mito de la persecución” se basa en la lectura exhaustiva de las seis denominadas “actas” de los primeros mártires de la iglesia. En ellas se incluye a Policarpo, obispo de Esmirna durante el siglo II y quemado atado a una estaca, y Santa Perpetua, una joven madre de clase acomodada que fue ejecutada en la arena de Cartago con su esclava Felicidad, a comienzos del siglo III. Moss apunta cuidadosamente las inconsistencias entre esas historias y lo que conocemos de la sociedad Romana, indaga en herejías que ni siquiera existían en el momento en el que fueron martirizados y las referencias a la tradición del martirio que aún deben de ser establecidas. Es prácticamente segura una base de verdad en estas historias, explica la autora, de la misma manera que tiene que haberla en la primera historia de la iglesia escrita por un palestino llamado Eusebio en el año 311. Lo que ocurre es que esta imposible cribar lo cierto de las invenciones coloristas, los fines egoístas y los intentos de reforzar las ortodoxias posteriores.

Moss también analiza los registros romanos que nos han llegado. Apunta que durante la única campaña anticristiana concertada por los romanos, bajo el gobierno de Diocleciano entre el 303 y el 306, los cristianos fueron expulsados de los puestos públicos. Sus iglesias, como la que existía en Nicomedia, al otro lado de la calle del palacio imperial, fueron destruidas. Aún así, como señala Moss, si los cristianos ocupaban puestos de alto rango de carácter público y habían construido una iglesia «en el jardín delantero del emperador” difícilmente habrían estado escondiéndose en catacumbas antes de que Diocleciano proclamase su edicto contra ellos.

Dicho esto, no se puede negar que algunos cristianos fuero ejecutados de forma horrible bajo condiciones que consideraríamos de una injusticia grotesca. Pero es importante, explica Moss, distinguir entre “persecución” y “procesamiento”. Los romanos no estaban dispuestos a mantener población reclusa, por lo que la pena capital era común para lo que consideraríamos faltas menores: podían condenarte a muerte por escribir una canción calumniosa. Moss distingue entre aquellos casos en los que los cristianos fueron enjuiciados simplemente por serlo y aquellos a los que se condenaron por participar en lo que los romanos consideraban actividades subversivas o traiciones. Dados los “ideales diarios y las estructuras sociales” que los romanos mantenían que eran esenciales para el imperio, las transgresiones podrían incluir la negación pública del carácter divino del emperador, rechazar el servicio militar o rechazar la autoridad de un juez. En uno de los capítulos más fascinantes, Moss trata de explicar cuán desconcertantes y molestos resultaban los cristianos a los romanos (para los que “no existía el pacifismo como concepto”). Eso cuando los tenían en cuenta.

Los cristianos podían terminar en las cortes de justicia romanas por distintas razones y una vez allí eran propensos a anunciar, como en una ocasión hizo un creyente llamado Liberio, “que no podía ser respetuoso con el emperador, que sólo podía ser respetuoso con Cristo.” Moss lo compara con “defensores modernos que dicen que ellos no reconocen la autoridad del juez o del gobierno, sólo reconocen la autoridad de dios. Tanto para los occidentales como para los antiguos romanos, esto suena o siniestro o vagamente delirante.” Tampoco ayudó la pasión desarrollada por los primitivos cristianos hacia el martirio. Sufriendo demostraban, al mismo tiempo, tanto la piedad del mártir como la autenticidad de la religión que profesaban, haciéndoles ganar al mismo tiempo, un asiento de primera clase en el cielo (el resto de cristianos tendrán que esperar al día del Juicio Final.) Se cuentan historias de fanáticos buscando de forma deliberada la oportunidad de morir por su fe, incluyendo una turba que se presentó en la puerta de un oficial romano en Asia menor, exigiendo ser martirizados, siendo rechazados ya que él no tenía la potestad de satisfacer su demanda.

No es que Moss posea una escritura fluida y natural, pero es minuciosa, se esfuerza por lograr claridad y está sinceramente involucrada en su preocupación por la influencia del mito del martirio en las sociedades occidentales. “La idea de una iglesia perseguida es casi por completo una invención a partir del siglo IV,” escribe. De forma significativa, ese es el periodo durante el cuál la iglesia se convierte, gracias a Constantino, en “políticamente segura”. Aún así, en lugar de proporcionar un relato veraz de los primeros años del cristianismo, los eruditos y clérigos del siglo IV pusieron en relieve historias de violencia sistemática y horrible. Esas historias se usaban de forma sutil (y no tan sutil) como propaganda contra ideas heréticas o sectas. También se convirtieron en un entretenimiento morboso para creyentes que se encontraban en situación de seguridad; Moss lo compara con suburbanitas contemporáneos deleitándose con una película de terror.

Los polemistas de hoy en día continúan empleando la arraigada creencia en una perseguida, y por tanto moralmente recta, iglesia como un arma política con la que demonizar a sus oponentes. Moss ve una relación directa entre el valor de los mártires y la absurda retórica de la derecha sobre la “guerra contra la cristiandad”. Esa táctica hace el compromiso imposible. “No puedes colaborar con alguien que te persigue”, señala de forma astuta Moss. “Tienes que defenderte.”

Donde ella es menos perspicaz es en su creencia de que exponiendo la “falsa historia de la persecución” podremos, de alguna manera, expiar esta aproximación paranoide a las diferencias políticas. Uno de los aspectos más reveladores de “El mito de la persecución” es la capacidad de Moss de encontrar analogías contemporáneas que hacen el mundo antiguo más comprensible para el lector, como la historia de Cassie Bernall. Pero dicha historia nos ofrece una lección adiciona sobre la impermeabilidad a los hechos desagradables de los creyentes. La familia Bernall y la iglesia mantienen su postura pese a los compañeros de escuela que estuvieron presentes en la matanza y que han desmontado la leyenda “Ella dijo sí”. “Puedes decir que no ocurrió de aquella manera,” declaró el pastor de la iglesia a la que asistía Bernall a un reportero, “pero la iglesia no lo aceptará. Para la iglesia, Cassie siempre dijo sí, eternamente.»

mp3: Extremoduro «Jesucristo García»

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