Tomó sus diversas carencias
para abandonarlas
en áreas de servicio
(donde lo sórdido
es esperar una lluvia de estrellas)
y se volvió monstruo
que busca cobijo
bajo la cama o dentro del armario,
lejos de espejos y reflejos.
Midió a ojo de buen cubero
la distancia
que le separaba de la felicidad,
la comparó con la ruindad
de sus falacias y su mundo
(de castillos en el aire,
de reyes magos,
de torres de marfil)
calculando la raíz maquiavélica
de un hablar por hablar.
Vomitó tanta tiniebla
que creyó que la oscuridad
era sangre de su sangre.
Y se convirtió en déspota,
vengando soles,
rumiando perezas
hasta esquivar dioses y mitos.
Y se convirtió en déspota,
trazando venganzas sin afrenta,
poniendo la herida
antes de la venda.