Con la maldita displicencia,
del que se piensa ganador
abre la boca (no le cuesta)
diciendo qué es posible
qué es premiable.
Parece que el silencio le duele,
que deja indelebles escaras
sobre ese hormigón que llama piel.
Los indeseables suelen ser así
(¡Resignación!)
ignorantes de su mitra con orejas de asno,
felices en sus estratagemas de sátrapas.