Sala de espera. Ocho de la mañana.
La privada opulencia de los desamparados
convierte tu lecho
en el placer de un faquir.
Honradez es lo único que te pidió
mirándote a los ojos.
Verbigracia de su sortilegio
aprendiste a hacerte más pequeño
más ajeno
más delirante
hasta que olvidaste reconocerte
en el filo de los espejos.
Honradez fue lo único
sobre lo que construiste tus adioses.
La noche te desveló en la cama vacía,
recuperando tus antiguas manías
de perderte en salas de espera.