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Correspondencia con líneas 1 y 9


[…]

él probó         sólo falta que me quede a dormir
y ella probó         por qué no te quedas
y él         no me lo digas dos veces
y ella         bueno por qué no te quedas
de manera que él se quedó         en principio
a besar sin usura sus pies fríos         los de ella
después ella besó sus labios         los de él
que a esa altura ya no estaban tan fríos
y sucesivamente así
                                         mientras los grandes temas
dormían el sueño que ellos no durmieron.

Mario Benedetti «Los formales y el frío»

Volvía a casa a esa hora en la que el metro es un tren lleno de exiliados camino del destierro. Todos entretenidos en los quehaceres banales con los que conjurar el tiempo para que transcurra a una ritmo diferente a los sesenta segundos por minutos: un matrimonio compartían recuerdos como quien compara cicatrices; un joven actor de una serie de televisión se parapetaba detrás de unas enormes gafas de sol confiando en sus propiedades de invisibilidad, aunque nadie le prestara atención (la serie estaba a punto de ser cancelada y su papel era tan secundario y él tan anodino, que no podía formar parte del imaginario lúbrico de la «Nueva Vale»); mas allá un chico se perdía en los versos de Verlaine en una manoseada edición de Loewe;  otro tipo agitaba la cabeza al ritmo de su mp3, con unos movimientos tan compulsivos que parecía estar sufriendo un ataque de epilepsia; la treintañera anoréxica cruzaba sus piernas, se mesaba el fosco cabello y no dejaba de abrir el móvil buscando cobertura y, quizás, algún mensaje. Yo revisaba cada parada anunciada por megafonía esperando un error, tratando de coger a la grabación en un renuncio o que, por arte de magia, apareciera en una estación completamente distinta a la prevista.

metromadrid

Entre dos estaciones, una de las viajeras en la que no había reparado, sin previo aviso, empezó a llorar, sin motivo aparente. Se cubrió el rostro con las regordetas manos y su sollozo captó la atención de todo el vagón, que contemplaba distraído el movimiento convulso de sus hombros. Se ven cosas tan raras en el metro que casi nadie prestó más atención que la propia de la curiosidad, al llanto de aquella mujer. Nadie, salvo el ocupante del asiento frente a ella, le prestó la menor atención, tratando de concentrarse en sus cosas, pero él se puso en cuclillas ante la quejumbrosa mujer para preguntarle qué era lo que le ocurría. No sé qué es lo que vería ella al alzar la mirada, pero le dijo algo que el respondió, haciendo que esbozara lo que parecía el intento de una sonrisa. Él acarició su rodilla. Ella se ruborizó pero no apartó la pierna. Él sonrió al tomarla de la mano. Ella entrelazó los dedos con los de él. Antes de que nadie nos diéramos cuenta, sus labios -los de él- recorrían su cuello -el de ella- sin dejar de buscar algo bajo el dobladillo de los cortos pantalones -los de ella- con sus largos dedos -los de él.

Al poco, olvidado el episodio de llanto, llegamos a la parada donde sólo ellos se apearon del vagón. El resto de desterrados, camino de nuestro exilio, nos miramos con una chispa de envidia en el fondo de las pupilas. «Seguro que se conocían», sentenció la mujer casada, para todo aquél que quisiera prestarle atención.

mp3: Eri Yamamoto «Subway song»

El libro


 

verlaine Se ve que el libro está muy manoseado, que ha sido leído y releído varias veces, incluso con anotaciones a lápiz. Uno de esos volúmenes de poesía con las tapas negras, aunque éste tiene las esquinas dobladas y las páginas hace tiempo que han dejado de ser un uno compacto, cada una abarquillada por el manoseo y el paso del tiempo. Seguro que hace tiempo que ha olvidado que olía a cola y celulosa, a nuevo, ahora debe tener cierto aroma a baraja de cartas manoseada*.

Él ha debido cumplir la mayoría de edad recientemente, abre el libro buscando el verso preciso, lo relee, lo dice en voz baja como una suerte de conjuro contra la soledad. Rebusca entre las páginas otra frase que le duela. O que le recuerde a alguien. O que le explique por qué vuelve solo a casa. Pese a ser joven. Y ser guapo. Y lo bastante inteligente como para emocionarse con Verlaine y saberse sus poemas de memoria. La noche ha sido lo bastante larga como para contener humo, alcohol, risas y peleas. Para flirtear. Incluso para hablar con ése chico del flequillo raro que le hace tilín y que sólo es capaz de charlar de una saga de novelas para adolescentes mientras grita cada vez que reconoce una canción. Pero no ha habido ni una sola conversación. Ha hablado, sí, pero no le han escuchado, sólo le han oído.

Yo me bajo del vagón, ya he llegado a mi parada, pensando que, a su edad, yo también creía en los simbolistas franceses.

* Gracias Bea por esa imagen

mp3: Serge Gainsbourg «Les amours perdues»

De la hipocresía como habilidad social


 

Ella la odiaba con la vehemencia usada para demonizar todo aquello que no se ajusta a nuestros cánones.

Ella la tenía una manía que se convertía en una molestia física que empezaba en el estómago y llegaba hasta la boca, donde se depositaba con el sabor de la hiel.

Pero se sonreían cada vez que el viento cruzaba sus caminos por las calles.

mp3: Dueto Miguel & Miguel «Tu hipocresía»

Downtown


Con sus mejores galas. Taconazo, minifalda y gafas de sol. Cogió el metro, protegiendo su maquillaje de fundirse por el inclemente calor de un verano que se resistía a darse por vencido. Sabía que atraía las miradas de más de uno en aquél vagón. De todos menos de aquél con su nariz metida en un libro y con los auriculares puestos, el único que no la había prestado atención cuando con su paso de gacela se había asentado en el asiento libre frente a él. No le pasaba nunca. Estaba acostumbrada a que la miraran, a ser el objeto de libidinosas fantasías por parte de los hombres que acompañaban sus trayectos en metro. Era una ley natural. Cruzó sus largas piernas y se puso de lado para mostrar la parte más favorecedora de sus muslos, una pose que tenía bien ensayada y que sabía que causaba estragos porque la falda se deslizaba justo hasta el lugar perfecto para exhibir sus muslos. Aquello tampoco funcionó. Pensó que sería maricón, pero
no tenía pinta y ella nunca había perdido una batalla de ése tipo. Se inclinó hacia delante, buscando algo en el bolso y exponiendo a la vista de aquél que lo deseara un escote generoso apuntalado por un sujetador de encaje negro. Aquellos atributos los había heredado de una madre que, en su juventud, había trabajado en una barra americana. Pero ella sabía como sacar provecho de aquellos firmes pechos y el escote en forma de corazón junto con el sujetador suponía un arma de destrucción masiva de resistencias masculinas. Pero aquél chico no hacía el menor ademán de haber reparado en su belleza. Era algo inaudito, pero no sacaba las narices del libro. La cuestión es que era bastante mono, no del tipo de hombre que le solía gustar, mucho más rudo y menos refinado, pero tenía un algo que la atraía. Era algo ridículo. A ella le gustaban los tipos con coche y no usuarios intelectuales de transporte público. Era para volverse loca, pero el
chaval no la prestaba la menor atención. Retomó su postura, irguiéndose en el borde del asiento, echando los hombros hacia atrás y levantando la barbilla, las piernas aún cruzadas con la falda lo suficiente subida como para interpretarla como la promesa del territorio incógnito de su pubis. Pero nada. Alguno de los otros viajeros estaba al borde de la taquicardia ante aquél despliegue de energía femenina. Se decía a sí misma que no podía ser normal. Ella era ese tipo de mujer que hace que a los hombres les huela el sudor fuerte. Pero por más que lo intentaba, no lograba llamar la atención de aquél intelectual. Las impersonales voces anunciaban una parada tras otra, luego otra mas. El enfrascado en el libro. Ella tratando de provocarle. En un momento dado, ella se dio cuenta de que se había pasado de parada inmersa, como estaba en una lucha de su ego contra aquel muro de indiferencia masculina. Con la destreza que solo tienen las mujeres, se levantó para bajarse en la siguiente estación. Por una vez, había perdido.

Dos días mas tarde se descubrió a sí misma en la sección de libros del centro comercial buscando la portada de la novela que llevaba el intelectual del metro.

mp3: Petula Clark «Downtown»

Génesis (ejercicio irónico)


 

Era el bicho raro de la clase, con sus enormes gafas de pasta y aquellos zapatos ortopédicos que transformaban en terremoto su paso hacia el fondo del aula. De aquella época son los dibujos que pueblan los márgenes de sus libros de texto. Jugar al fútbol en los recreos no era lo suyo, ni al balón prisionero, ni a la goma, tampoco a la comba, mucho menos al baloncesto. Su lugar era un rincón del patio, levantando trozo de pared con aquellas uñas que depredaba con meticulosa obsesión. Desde detrás de sus gafas, en su esquina, el mundo era un lugar mas o menos seguro, al menos era capaz de controlarlo, de dominar las amenazas que tanto asustaban.

En secundaria las cosas no mejoraron pero, en compensación, no era la única persona con carencias sociales. Fue cuestión de tiempo que se asociara a otros inadaptados con los que compartir los tiempos muertos, los recreos, los descansos del cambio de clase.

Su metamorfosis, tardía e inesperada, una adolescencia tormentosa y atormentada, tuvo lugar, sin anuncio previo, durante el verano anterior a la universidad. Cambios que no sabia controlar, aderezados por hormonas incontroladas e incontrolables. Sin darse cuenta se descubrió acaparando miradas donde antes recogía indiferencia, cuando no abierta hostilidad. De pronto ya no era aquel paria asocial del rincón. Las gafas le daban un aire intelectual que favorecía el aura de hermética timidez tras la que se defendía de los posibles ataques que habían hecho tanto perjuicio a su autoestima.

Entró en la universidad siendo otra persona, con un personaje nuevo que se encargó de enterrar su antiguo yo. Y cuando salía aquella personalidad que había dejado atrás como la serpiente abandona su piel, se encargaba sistemáticamente de ocultarla de los demás, con la sistemática obsesión con la que antes depredaba sus uñas: había conseguido alcanzar un status, la posición de alguien cool. Y no iba a dejar que nadie se lo arrebatara.

Para ello cultivo un aura de hermetismo trascendental, dejándose ver con libros de Bukowski y de Burroughs, haciendo que escuchaba a grandes malditos del rock y a grupos minoritarios que nadie conocía y que, si en algún momento trascendían a un público más amplio, los tachaba de vendidos a las multinacionales. Se hizo adicto a las sesiones golfas de las salas de cine en versión original. Mejor una película rusa que un blockbuster americano. La oscuridad del cine, siempre fue el mejor lugar para sus siestas. Y un día, empezó a trabajar como columnista en uno de los grandes periódicos del país.

mp3: The Offspring «Self Esteem»

Gente tóxica


Pequeño homenaje a Lou Reed y su «Walk on the wild side«

Optó por la discreción de cruzar las piernas y mantenerse al margen. De todo. De todos. Había llegado a la ciudad con poco más que una maleta y algo de dinero. Por el camino se arregló las cejas en un arco de sorpresa permanente, se depiló las piernas, sus largas piernas, y él se transformó en ella. Hasta que un día se puso en pie. Dejó la larga boquilla en el cenicero. Comprobó que la costura de sus medias estaba completamente recta. Se transformó en Atila, allí donde pisó, allá donde pasó, se transformó en un yermo páramo en el que no volvió a crecer la hierba.

Él trabajaba en el guardarropa. Como ella, había cruzado el país haciendo auto-stop, pero siempre supo el destino al que quería llegar, aquella sólo iba a ser una estación en el viaje. Él la esperaba, desde siempre, detrás del humo de un cigarro a medio consumir en la comisura de la boca, deseando tener el sombrero y el aplomo del señor Bogart, no la veleidad de la inexperiencia cuando ella desplegó todas sus artes y él no supo cómo defenderse.

Ella supo cómo hacerle daño todas las veces que le dijo que le quería, clavando sus largas uñas púrpuras en su espalda, actuando como un caníbal sobre sus labios, cada vez que le pedía perdón, cada vez que le volvía a herir. A veces, con un chico al fondo del local. A veces, con la fogosa camarera que reinaba tras la barra. A veces, con el ricachón que miraba de reojo al anudarse la corbata bajando las escaleras del cuarto oscuro. A veces, con cualquiera que no fuera él.

Cada vez que volvía se excusaba diciendo que no era capaz de evitarlo pero que era con él con quien quería estar, aunque la realidad contradecía las palabras.

La primera señal fue un olor que ella no supo identificar, una colonia que no conocía. Después, la marca de un mordisco en su pecho, prácticamente en la aureola del pezón. No lo dio importancia. Tampoco le importó el día que fue a buscarle y se había marchado porque «estaba muy cansado» o que no respondió al teléfono móvil porque se había dormido. Las heridas que le infligía era más superficiales cada vez. Cada vez que se arreglaba la ceñida falda después de estar con el calvo sudoroso que la mandaba flores cada mes. Cada vez que se retocaba la pintura de los labios tras sudar con el pinchadiscos del local. Cada vez que llegaba a casa y él estaba ya durmiendo en la cama.

Hasta el día que faltaron dos maletas. Y tuvo que desayunar café con el veneno de su cizaña.

mp3: Kings of convenience «Toxic girl»

De viaje


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Si el coche hubiera sido descapotable, la experiencia habría sido perfecta.

Escuchando una cinta de viejos éxitos grabados de la radio cuando aún éramos adolescentes y en los labios el sabor de la boca del otro. Apenas conocíamos nuestros nombres pero nos comportábamos como dos enamorados. Sólo la carretera y el sonido rasposo de una mala grabación. Sólo la carretera, el horizonte y una compañía accidental.

En una ciudad que nadie recuerda encontramos donde comprar una guerrera de un país que ya no existe. No éramos dueños del mundo pero sí éramos propietarios de nuestros sueños, al menos, hasta donde nos durara la gasolina.

La tarde del tercer día vimos en el porche de una casa con el cartel de «Se vende» una mujer que tejía compulsivamente a ganchillo una especie de patucos. Sus manos estaban tan acostumbradas a la tarea que no necesitaba mirar lo que hacía, dejaba vagar su mirada hacia el horizonte pero no nos prestó atención cuando nos detuvimos a contemplarla.

Otro día recogimos a un autoestopista, un surfero con una sonrisa tan grande que no nos cabía en el coche. Cuando nos detuvimos en una gasolinera salió corriendo sin despedirse, a tal velocidad que casi creíamos haberlo soñado, de no ser por la arena que había en el asiento de atrás del coche.

Tu conversación muchas veces comenzaban con la carencia de autoestima de la gente, que necesita hacer daño para reafirmarse. Yo te contestaba que a mí las heridas me cicatrizaban rápido. Tu decías que las cicatrices imprimían personalidad.

En aquél pueblo de la costa te hice una fotografía con una cámara desechable. Tu con las nubes detrás. He de confesar que nunca llegué a revelar aquél carrete. Pero recuerdo los sueños que se asomaban en tus ojos.

No había ninguna clase de compromiso que nos atara el uno al otro, tal vez por eso, nos acompañábamos, juntando dos soledades para que se hicieran más llevaderas, para que pesaran menos, para que no dolieran tanto.

No teníamos un destino concreto, pero una vez llegamos a aquél lugar supimos que se había acabado. Nos despedimos con un beso y un lacónico adiós. Te alejaste, dejándome en aquél campo de girasoles.

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mp3: Los Planetas «De viaje»

Diva del extrarradio


Otra pequeña historia con una mujer de protagonista. No sé por qué me ha dado esta racha.

Nunca llegó a ser una vedette, ni siquiera corista o suplente. A lo más que llegó fue a camarera de una barra americana de siete a tres. Un sitio con mucho estilo, eso sí, lo que viene a significar que el número de clientes babosos era relativamente reducido. Triunfar es complicado y la gran ciudad es un ente antropófago que, antes de que te des cuenta, te está fagocitando. Y cuando te regurgita, te devuelve como otra persona, como quién no pretendías ser, el reverso tenebroso de los inocentes sueños del que cree tener la vida por delante. Así que cuando el tipo del final de la barra que fumaba un Ducados tras otro le propuso matrimonio no vio ninguna razón para rechazarlo, las mismas qué encontró para aceptarlo.

Pese a todo fue blanca y radiante al altar, aunque sabía de sobra que aquél color no era más que otra impostura. La luna de miel, en Canarias. El primer hijo, con el nombre de su abuelo paterno, igual que su padre. La hija, casi un año después, con el nombre que la abuela eligió.

Al cabo del suficiente tiempo, la vida que no había soñado la golpeó con la potencia de una apisonadora. Fue un viernes por la tarde, cuando los niños habían salido con sus amigos y el marido no había llegado de la oficina (o del lupanar de turno, no había perdido las costumbres). El primer vaso fue accidental, sí, pero el segundo se rompió por los sueños qué no había cumplido, como el tercero se partió por la soledad de una madre que nunca pudo ver crecer a sus hijos por tener que fregar escaleras, el cuarto se estrelló contra el suelo con la amargura de toda una vida que le había engañado.

Aquél sábado, le pidió a su marido que la llevara al centro comercial. Necesitaba comprar vasos.

mp3: Bebe «Que nadie me levante la voz»

Sopa


No hace más que mirar al frente con la dignidad de una esfinge mientras escucha los reproches que tantas veces le ha echado en cara. Tantas que ya no la afectan.

Al principio lloraba. Después apretaba los labios hasta transformar su boca en algo similar al tajo de un cuchillo. Ahora ha conseguido mantenerse impávida al tiempo que los gritos de se vuelven asmáticos, sus manos tiemblan, su cabello clarea, su piel se convierte en papiro.

No le escucha.

No le oye.

Pero sabe qué está diciendo. Consciente de lo que espera de ella, interpreta el papel para el que la ha elegido, regresa de la cocina con el plato de sopa que le acerca de forma lenta a su viudedad.

 mp3: Bebe «Ella»

La hija del lanzador de puñales


She says sometimes
she spread the legs,
she doesn’t care
for the name of the guest.
After he’s finished
she waits for the next
Christina Rosenvinge «Easy girl»

Dice que, a veces, se abre de piernas sin preguntar el nombre del huesped. Otra ciudad. Otra cara. Otro cuerpo. Bajo las uñas pintadas de bermellón, el polvo de un camino que ha recorrido mil veces. Otra ciudad. Otra cara. Otro cuerpo. Se culpa a sí misma, tratando de encontrar atajos en las distancias cortas. El lugar es lo de menos. Una playa al amanecer, el asiento de atrás de un coche con olor a ambientador de pino, las escaleras de un parque. Otra ciudad. Otra cara. Otro cuerpo. Y vuelta a empezar. Busca una excusa para enfrentar la tiranía de la soledad, haciéndose la fuerte, levantándose la falda, abandonándose a otros cuerpo que, después le dan la espalda. Otra ciudad. Otra cara. Otro cuerpo. Y en la caravana, en dirección a otro punto de partida, se lima las uñas, lamentándose de que nunca la han besado en los labios.

mp3: Christina Rosenvinge «Easy girl»