De la hipocresía como habilidad social


 

Ella la odiaba con la vehemencia usada para demonizar todo aquello que no se ajusta a nuestros cánones.

Ella la tenía una manía que se convertía en una molestia física que empezaba en el estómago y llegaba hasta la boca, donde se depositaba con el sabor de la hiel.

Pero se sonreían cada vez que el viento cruzaba sus caminos por las calles.

mp3: Dueto Miguel & Miguel «Tu hipocresía»

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Mis nostálgicas manías


Haciendo memoría he recordado uno de esos mensajes en cadena, en éste caso a través del fotolog. A mí me tocó hace unos cuantos años pero éstas manías siguen siendo vigentes. A saber

  1. Al salir por la puerta de casa siempre tengo que revisar si llevo las llaves encima. Normalmente, una vez en la puerta pongo el pie en el quicio y compruebo que mis llaves están en el bolsillo derecho del pantalón. Por extensión, siempre que salgo de casa de alguien con ese alguien pregunto si lleva las llaves encima. Oiga ha sido objeto varias veces de dicha manía.
  2. Yo no leo el periódico de delante a atrás. Tampoco de atrás a delante. Yo empiezo por el final y cuando termino con la sección de cultura paso a la primera página y continuo con el periódico hasta llegar, de nuevo a la sección de cultura. Si hay suplementos interiores me los salto y luego vuelvo sobre ellos.
  3. Siempre tengo que llevar un libro en la mochila, de ahí mi preferencia por los libros de bolsillo, aunque si tienen una buen edición mejor que mejor. Generalmente esos libros terminan bastante mal conservados por los viajes que se pegan en la mochila. Tiene la ventaja de que en cualquier sitio, sea un autobús o una cafetería, tengo algo para entretenerme.
  4. Tengo serios problemas para no corregir a la gente con respecto al uso del condicional y el subjuntivo. Cuando alguien comete dicho error, si hay confianza corrijo a la persona repitiendo la frase con el tiempo verbal correcto, si no, me tengo que morder la lengua (pero que conste que lo paso mal)
  5. No puedo beber un botellín de cerveza hasta el final. Es curioso, si es una caña no tengo problema para beberla hasta el fondo. Con un botellín, sea un cuarto o un media (o un quinto o un tercio, según el punto de este, nuestro país en el que me encuentre), soy incapaz, tengo que dejar un dedo de cerveza. Si bebo el final (porque estoy muy borracho o se me va la olla) normalmente tengo arcadas.

El original lo podéis encontrar aquí.

mp3: Craig David (ft. Sting) «Rise & fall»

Downtown


Con sus mejores galas. Taconazo, minifalda y gafas de sol. Cogió el metro, protegiendo su maquillaje de fundirse por el inclemente calor de un verano que se resistía a darse por vencido. Sabía que atraía las miradas de más de uno en aquél vagón. De todos menos de aquél con su nariz metida en un libro y con los auriculares puestos, el único que no la había prestado atención cuando con su paso de gacela se había asentado en el asiento libre frente a él. No le pasaba nunca. Estaba acostumbrada a que la miraran, a ser el objeto de libidinosas fantasías por parte de los hombres que acompañaban sus trayectos en metro. Era una ley natural. Cruzó sus largas piernas y se puso de lado para mostrar la parte más favorecedora de sus muslos, una pose que tenía bien ensayada y que sabía que causaba estragos porque la falda se deslizaba justo hasta el lugar perfecto para exhibir sus muslos. Aquello tampoco funcionó. Pensó que sería maricón, pero
no tenía pinta y ella nunca había perdido una batalla de ése tipo. Se inclinó hacia delante, buscando algo en el bolso y exponiendo a la vista de aquél que lo deseara un escote generoso apuntalado por un sujetador de encaje negro. Aquellos atributos los había heredado de una madre que, en su juventud, había trabajado en una barra americana. Pero ella sabía como sacar provecho de aquellos firmes pechos y el escote en forma de corazón junto con el sujetador suponía un arma de destrucción masiva de resistencias masculinas. Pero aquél chico no hacía el menor ademán de haber reparado en su belleza. Era algo inaudito, pero no sacaba las narices del libro. La cuestión es que era bastante mono, no del tipo de hombre que le solía gustar, mucho más rudo y menos refinado, pero tenía un algo que la atraía. Era algo ridículo. A ella le gustaban los tipos con coche y no usuarios intelectuales de transporte público. Era para volverse loca, pero el
chaval no la prestaba la menor atención. Retomó su postura, irguiéndose en el borde del asiento, echando los hombros hacia atrás y levantando la barbilla, las piernas aún cruzadas con la falda lo suficiente subida como para interpretarla como la promesa del territorio incógnito de su pubis. Pero nada. Alguno de los otros viajeros estaba al borde de la taquicardia ante aquél despliegue de energía femenina. Se decía a sí misma que no podía ser normal. Ella era ese tipo de mujer que hace que a los hombres les huela el sudor fuerte. Pero por más que lo intentaba, no lograba llamar la atención de aquél intelectual. Las impersonales voces anunciaban una parada tras otra, luego otra mas. El enfrascado en el libro. Ella tratando de provocarle. En un momento dado, ella se dio cuenta de que se había pasado de parada inmersa, como estaba en una lucha de su ego contra aquel muro de indiferencia masculina. Con la destreza que solo tienen las mujeres, se levantó para bajarse en la siguiente estación. Por una vez, había perdido.

Dos días mas tarde se descubrió a sí misma en la sección de libros del centro comercial buscando la portada de la novela que llevaba el intelectual del metro.

mp3: Petula Clark «Downtown»

Génesis (ejercicio irónico)


 

Era el bicho raro de la clase, con sus enormes gafas de pasta y aquellos zapatos ortopédicos que transformaban en terremoto su paso hacia el fondo del aula. De aquella época son los dibujos que pueblan los márgenes de sus libros de texto. Jugar al fútbol en los recreos no era lo suyo, ni al balón prisionero, ni a la goma, tampoco a la comba, mucho menos al baloncesto. Su lugar era un rincón del patio, levantando trozo de pared con aquellas uñas que depredaba con meticulosa obsesión. Desde detrás de sus gafas, en su esquina, el mundo era un lugar mas o menos seguro, al menos era capaz de controlarlo, de dominar las amenazas que tanto asustaban.

En secundaria las cosas no mejoraron pero, en compensación, no era la única persona con carencias sociales. Fue cuestión de tiempo que se asociara a otros inadaptados con los que compartir los tiempos muertos, los recreos, los descansos del cambio de clase.

Su metamorfosis, tardía e inesperada, una adolescencia tormentosa y atormentada, tuvo lugar, sin anuncio previo, durante el verano anterior a la universidad. Cambios que no sabia controlar, aderezados por hormonas incontroladas e incontrolables. Sin darse cuenta se descubrió acaparando miradas donde antes recogía indiferencia, cuando no abierta hostilidad. De pronto ya no era aquel paria asocial del rincón. Las gafas le daban un aire intelectual que favorecía el aura de hermética timidez tras la que se defendía de los posibles ataques que habían hecho tanto perjuicio a su autoestima.

Entró en la universidad siendo otra persona, con un personaje nuevo que se encargó de enterrar su antiguo yo. Y cuando salía aquella personalidad que había dejado atrás como la serpiente abandona su piel, se encargaba sistemáticamente de ocultarla de los demás, con la sistemática obsesión con la que antes depredaba sus uñas: había conseguido alcanzar un status, la posición de alguien cool. Y no iba a dejar que nadie se lo arrebatara.

Para ello cultivo un aura de hermetismo trascendental, dejándose ver con libros de Bukowski y de Burroughs, haciendo que escuchaba a grandes malditos del rock y a grupos minoritarios que nadie conocía y que, si en algún momento trascendían a un público más amplio, los tachaba de vendidos a las multinacionales. Se hizo adicto a las sesiones golfas de las salas de cine en versión original. Mejor una película rusa que un blockbuster americano. La oscuridad del cine, siempre fue el mejor lugar para sus siestas. Y un día, empezó a trabajar como columnista en uno de los grandes periódicos del país.

mp3: The Offspring «Self Esteem»

Gente tóxica


Pequeño homenaje a Lou Reed y su «Walk on the wild side«

Optó por la discreción de cruzar las piernas y mantenerse al margen. De todo. De todos. Había llegado a la ciudad con poco más que una maleta y algo de dinero. Por el camino se arregló las cejas en un arco de sorpresa permanente, se depiló las piernas, sus largas piernas, y él se transformó en ella. Hasta que un día se puso en pie. Dejó la larga boquilla en el cenicero. Comprobó que la costura de sus medias estaba completamente recta. Se transformó en Atila, allí donde pisó, allá donde pasó, se transformó en un yermo páramo en el que no volvió a crecer la hierba.

Él trabajaba en el guardarropa. Como ella, había cruzado el país haciendo auto-stop, pero siempre supo el destino al que quería llegar, aquella sólo iba a ser una estación en el viaje. Él la esperaba, desde siempre, detrás del humo de un cigarro a medio consumir en la comisura de la boca, deseando tener el sombrero y el aplomo del señor Bogart, no la veleidad de la inexperiencia cuando ella desplegó todas sus artes y él no supo cómo defenderse.

Ella supo cómo hacerle daño todas las veces que le dijo que le quería, clavando sus largas uñas púrpuras en su espalda, actuando como un caníbal sobre sus labios, cada vez que le pedía perdón, cada vez que le volvía a herir. A veces, con un chico al fondo del local. A veces, con la fogosa camarera que reinaba tras la barra. A veces, con el ricachón que miraba de reojo al anudarse la corbata bajando las escaleras del cuarto oscuro. A veces, con cualquiera que no fuera él.

Cada vez que volvía se excusaba diciendo que no era capaz de evitarlo pero que era con él con quien quería estar, aunque la realidad contradecía las palabras.

La primera señal fue un olor que ella no supo identificar, una colonia que no conocía. Después, la marca de un mordisco en su pecho, prácticamente en la aureola del pezón. No lo dio importancia. Tampoco le importó el día que fue a buscarle y se había marchado porque «estaba muy cansado» o que no respondió al teléfono móvil porque se había dormido. Las heridas que le infligía era más superficiales cada vez. Cada vez que se arreglaba la ceñida falda después de estar con el calvo sudoroso que la mandaba flores cada mes. Cada vez que se retocaba la pintura de los labios tras sudar con el pinchadiscos del local. Cada vez que llegaba a casa y él estaba ya durmiendo en la cama.

Hasta el día que faltaron dos maletas. Y tuvo que desayunar café con el veneno de su cizaña.

mp3: Kings of convenience «Toxic girl»

De viaje


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Si el coche hubiera sido descapotable, la experiencia habría sido perfecta.

Escuchando una cinta de viejos éxitos grabados de la radio cuando aún éramos adolescentes y en los labios el sabor de la boca del otro. Apenas conocíamos nuestros nombres pero nos comportábamos como dos enamorados. Sólo la carretera y el sonido rasposo de una mala grabación. Sólo la carretera, el horizonte y una compañía accidental.

En una ciudad que nadie recuerda encontramos donde comprar una guerrera de un país que ya no existe. No éramos dueños del mundo pero sí éramos propietarios de nuestros sueños, al menos, hasta donde nos durara la gasolina.

La tarde del tercer día vimos en el porche de una casa con el cartel de «Se vende» una mujer que tejía compulsivamente a ganchillo una especie de patucos. Sus manos estaban tan acostumbradas a la tarea que no necesitaba mirar lo que hacía, dejaba vagar su mirada hacia el horizonte pero no nos prestó atención cuando nos detuvimos a contemplarla.

Otro día recogimos a un autoestopista, un surfero con una sonrisa tan grande que no nos cabía en el coche. Cuando nos detuvimos en una gasolinera salió corriendo sin despedirse, a tal velocidad que casi creíamos haberlo soñado, de no ser por la arena que había en el asiento de atrás del coche.

Tu conversación muchas veces comenzaban con la carencia de autoestima de la gente, que necesita hacer daño para reafirmarse. Yo te contestaba que a mí las heridas me cicatrizaban rápido. Tu decías que las cicatrices imprimían personalidad.

En aquél pueblo de la costa te hice una fotografía con una cámara desechable. Tu con las nubes detrás. He de confesar que nunca llegué a revelar aquél carrete. Pero recuerdo los sueños que se asomaban en tus ojos.

No había ninguna clase de compromiso que nos atara el uno al otro, tal vez por eso, nos acompañábamos, juntando dos soledades para que se hicieran más llevaderas, para que pesaran menos, para que no dolieran tanto.

No teníamos un destino concreto, pero una vez llegamos a aquél lugar supimos que se había acabado. Nos despedimos con un beso y un lacónico adiós. Te alejaste, dejándome en aquél campo de girasoles.

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mp3: Los Planetas «De viaje»

Diva del extrarradio


Otra pequeña historia con una mujer de protagonista. No sé por qué me ha dado esta racha.

Nunca llegó a ser una vedette, ni siquiera corista o suplente. A lo más que llegó fue a camarera de una barra americana de siete a tres. Un sitio con mucho estilo, eso sí, lo que viene a significar que el número de clientes babosos era relativamente reducido. Triunfar es complicado y la gran ciudad es un ente antropófago que, antes de que te des cuenta, te está fagocitando. Y cuando te regurgita, te devuelve como otra persona, como quién no pretendías ser, el reverso tenebroso de los inocentes sueños del que cree tener la vida por delante. Así que cuando el tipo del final de la barra que fumaba un Ducados tras otro le propuso matrimonio no vio ninguna razón para rechazarlo, las mismas qué encontró para aceptarlo.

Pese a todo fue blanca y radiante al altar, aunque sabía de sobra que aquél color no era más que otra impostura. La luna de miel, en Canarias. El primer hijo, con el nombre de su abuelo paterno, igual que su padre. La hija, casi un año después, con el nombre que la abuela eligió.

Al cabo del suficiente tiempo, la vida que no había soñado la golpeó con la potencia de una apisonadora. Fue un viernes por la tarde, cuando los niños habían salido con sus amigos y el marido no había llegado de la oficina (o del lupanar de turno, no había perdido las costumbres). El primer vaso fue accidental, sí, pero el segundo se rompió por los sueños qué no había cumplido, como el tercero se partió por la soledad de una madre que nunca pudo ver crecer a sus hijos por tener que fregar escaleras, el cuarto se estrelló contra el suelo con la amargura de toda una vida que le había engañado.

Aquél sábado, le pidió a su marido que la llevara al centro comercial. Necesitaba comprar vasos.

mp3: Bebe «Que nadie me levante la voz»

Sopa


No hace más que mirar al frente con la dignidad de una esfinge mientras escucha los reproches que tantas veces le ha echado en cara. Tantas que ya no la afectan.

Al principio lloraba. Después apretaba los labios hasta transformar su boca en algo similar al tajo de un cuchillo. Ahora ha conseguido mantenerse impávida al tiempo que los gritos de se vuelven asmáticos, sus manos tiemblan, su cabello clarea, su piel se convierte en papiro.

No le escucha.

No le oye.

Pero sabe qué está diciendo. Consciente de lo que espera de ella, interpreta el papel para el que la ha elegido, regresa de la cocina con el plato de sopa que le acerca de forma lenta a su viudedad.

 mp3: Bebe «Ella»

La hija del lanzador de puñales


She says sometimes
she spread the legs,
she doesn’t care
for the name of the guest.
After he’s finished
she waits for the next
Christina Rosenvinge «Easy girl»

Dice que, a veces, se abre de piernas sin preguntar el nombre del huesped. Otra ciudad. Otra cara. Otro cuerpo. Bajo las uñas pintadas de bermellón, el polvo de un camino que ha recorrido mil veces. Otra ciudad. Otra cara. Otro cuerpo. Se culpa a sí misma, tratando de encontrar atajos en las distancias cortas. El lugar es lo de menos. Una playa al amanecer, el asiento de atrás de un coche con olor a ambientador de pino, las escaleras de un parque. Otra ciudad. Otra cara. Otro cuerpo. Y vuelta a empezar. Busca una excusa para enfrentar la tiranía de la soledad, haciéndose la fuerte, levantándose la falda, abandonándose a otros cuerpo que, después le dan la espalda. Otra ciudad. Otra cara. Otro cuerpo. Y en la caravana, en dirección a otro punto de partida, se lima las uñas, lamentándose de que nunca la han besado en los labios.

mp3: Christina Rosenvinge «Easy girl»

Carta de ajuste


Las despedidas nunca son fáciles.

Decir adiós nunca se me ha dado bien.

Pero siempre llega el momento en el que tienes que hacerlo, forma parte de eso que llamamos «vida».Y es entonces cuando puedes hacer un balance de lo que te han aportado. A unos cuantos les tengo que agradecer muchas cosas: el estar ahí, el apoyo, los cafés y los hombros para llorar y la paciencia para enseñarme.

Lo bueno es que esas personas lo saben y ese adiós espero que no sea definitivo: la princesa que nunca tocaba el suelo, la figura maternal, la que salió de la tarta con una sonrisa colgada en los labios y a la que la sonrisa rara vez le llegaba a la boca, la persona que sabía contar estrellas cuando a los demás nos deslumbraban las luces de la ciudad, aquella persona que conocía los secretos de los tigres y la que usaba sus pasos como armas arrojadizas,…

Y prefiero dejarlo aquí con una sola palabra:
GRACIAS

mp3: Fangoria «Adios»

mp3: Enrique Urquijo y los Problemas «Ojalá que te vaya bonito»

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